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Especialmente vivificadora y terapéutica resulta la querencia borgiana por las milongas, cuya orientación atiende a una épica de lo imprevisible (“aquella muerte casual / en una esquina cualquiera”); así, el tono encarecedor del sujeto lírico estriba en la rapidez con que sobreviene el lance mortal y la bizarría con que se encaja: “Alejo Albornoz murió/ como si no le importara”; y el impredecible final de Juan Muraña parece sorprender y petrificar al propio transcurrir temporal en “Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos”: “La cara se ha borrado y de aquel mercenario/cuyo austero oficio era el coraje, no ha quedado/ más que una sombra y un fulgor de acero” (31). De igual manera, la historia queda aquí truncada y superada por la sublimidad de una muerte no explicitada. Nuevamente encontramos que elementos como la sombra “etérea” o el adjetivo “sórdido” (de marcación poética tradicionalmente negativa) se impregnan de una pátina glorificadora. Este vector épico con efecto revitalizador –inicialmente benéfico para el hombre– acaso tenga en “Isidoro Acevedo” su más nítida plasmación: “Pero mi voz no debe asumir sus batallas,/ porque él las arrebató a un ensueño esencial (Borges 1998: 259). Conviene observar cómo al verbo “arrebatar” vuelve a ligarnos el mundo de la brega épica con el de lo instantáneo pues el goce de este momento pulsional resulta nuevamente de un fraccionamiento temporal. Asimismo, la carga semántica del vocablo remite en este contexto a la idea de precariedad, de ese sujeto que busca usurpar una dosis de atemporalidad al devenir cronológico. En otros poemas, el enfoque de la bizarría se traslada de lo encomiástico hacia lo sutilmente apologético, como sucede en “Religio Medici, 1643” (Borges 1998: 298). Defiéndeme, Señor, del impaciente apetito de ser mármol y olvido; defiéndeme de ser el que ya he sido, el que ya he sido irreparablemente. No de la espada o de la roja lanza. Defiéndeme, sino de la esperanza. La invocación a la instancia suprema atiende a un deseo del sujeto lírico por repudiar la inmortalidad (mármol) y la revivencia (“ser el que ya he sido“), criba ésta de que no forman parte los símbolos del batallar: el poeta no osa despojarse de sus atavíos, apostando por ellos como revestimiento con que combatir la mutabilidad del mundo. En “Ritter, Tod und Teufel” (265) asistimos a una nueva fórmula para el despliegue de la reivindicación épica. En este caso, el sujeto lírico no demanda para sí el anhelado espíritu litigante, sino que el tono ponderativo emerge del parangón entre el propio poeta –paradigma de la contingencia– y el magnificente caballero “de la recta espada y de la selva rígida” cuya soberbia y robustez se perfilan como garantes de la pervivencia eterna.
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