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Hoy es polvo de tiempo y de planeta; Nombres no quedan, pero el nombre dura. Fue tantos otros y hoy es una quieta pieza que mueve la literatura. En “Eternidades” el tiempo se nos aparece como rémora para el afán de perduración (“Sólo perduran en el tiempo las cosas/ que no fueron del tiempo”) (Borges 1981: 124), y aquí es donde el concurso de la épica (“la salida épica”) se nos antoja crucial a fin de neutralizar tal idea de acabamiento. Borges incardina su noción de lo épico en vectores muy heterogéneos, que oscilan desde la reciedumbre del caballero germánico a la humildad del compadrito, el orillero o el cuchillero del arrabal, cuyas suertes se dirimen en un lance súbito pero rayano en la eternidad, como distingue Juan Arana: El instante es otra negación del tiempo y eso lo aproxima también a lo eterno: las cosas que son del instante, las que viven instaladas en un presente sin presagios ni añoranzas también escapan a las asechanzas del tiempo y son de alguna manera eternas (Arana 154). Advertimos cómo una constante temática se difracta y cómo a su vez bajo el ramaje de la diversificación subyace una matriz épica primaria que confiere unidad a estampas tan disímiles. Una buena cantidad de poemas del escritor porteño dejan traslucir la pátina glorificadora de que se impregna el coraje. Tal ensalzamiento nos suministra la idea de la épica como un orbe autónomo e inabordable para la literatura, la cual vendría a lastrar lo que el heroísmo tiene de pulsional, como en su alusión a la muerte del coronel Francisco Borges: “Alto lo dejo en su épico universo/ y casi no tocado por el verso” (Borges 1998: 32). Se nos aparecería la épica como una instancia superior al entramado literario, merced a su inefabilidad, y al judicial, en tanto la valentía disipa el temor hacia la sanción capital: “No lo infama el patíbulo. Los jueces/ no son el Juez. Saluda levemente/ y sonríe. Lo ha hecho tantas veces (Borges 1998: 85). Esta asimilación de lo visceral como célula enaltecedora genera textualizaciones apoteósicas en las que el goce de un instante épico consigue traspasar la sucesividad del eje temporal: la épica quedaría investida, en consecuencia, de una capacidad impugnadora del tiempo y por supuesto terapéutica, por el componente de liberación que comporta, ahora extensiva al propio sujeto lírico. Sin embargo, el espíritu boyante y vital que rezuman algunas piezas será vencido paulatinamente por un sello de opacidad: la vivencia de lo épico abandona lo trepidante, adquiriendo mayor tibieza en sus modulaciones. Y no son pocos, ciertamente, los textos en que el tono laudatorio hacia la salida épica languidece y la acción heroica parece llevar en germen el matiz de la oscuridad y el desconcierto. La proyección benéfica de la épica estribaría ahora en trascender la “prolijidad de lo real” de que habla Guillermo Sucre: lo contingente goza, por tanto, de un momento de unicidad y compacidad, tan efímero en su duración como balsámico en sus efectos.
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Consiga El cálamo centenario: cinco asedios a la literatura argentina (1910-2010) de José Manuel González Álvarez en esta página.
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