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Desde su pedestal de erudición, el Director de la Cátedra de Literatura Argentina estima –con Lugones– que la esencia de la significación épica reposaría en el hermanamiento héroe-patria; y es parapetados en estas premisas como ambos autores proceden a desempolvar el bagaje literario que avale de modo inequívoco una idiosincrasia argentina. Borges reacciona ante tales asertos, tachando sin piedad al cordobés de “forastero grecizante” y a su estilo de “frangollón y ripioso” (Ferro 8); y transponiendo ese criollismo exaltatorio de la identidad defendido por Lugones a la esfera de la disquisición ontológica. Ya en El tamaño de mi esperanza (1926) proclama nuestro autor sus pretensiones, tanto de universalidad geográfica como de latitud conceptual:
No quiero ni progresismo ni criollismo en la acepción corriente de esas palabras. El primero es someternos a ser casi norteamericanos o casi europeos […] el segundo […] hoy es palabra de nostalgia (apetencia floja del campo, viaraza de sentirse un poco Moreira) […] Criollismo, pues, pero un criollismo que sea conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte. A ver si alguien me ayuda a buscarlo” (Borges 1926: 10).
Esta individual empresa de búsqueda había arrancado ya años antes, por 1921, momento en que Borges acomete una reconfiguración del canon literario nacional sustentado en un cosmopolitismo que lo enfrenta al criollismo telúrico empuñado por los “centenaristas” (Gil Guerrero 65-80). Para ello precisó, asimismo, tomar distancia respecto al sencillismo poético aún en boga para contraatacar con un criollismo urbano en cuyo seno empieza a adquirir relieve el vector de la épica. El prurito cosmopolita de la vanguardia, por un lado, y el temprano culturalismo borgiano, por otro, fomentan la presencia de lo litigante en su obra hasta erigirse en un tema no sólo recurrente sino transversal: dispares cronologías, geografías, tradiciones literarias (la nórdica, la anglogermánica, la gauchesca) se entreveran bajo el hilo conductor de un enfoque admirativo hacia el coraje visceral. Prefigura así Borges su querencia por la metafísica como eje galvanizador de su pensamiento, afanándose por trascender ese abordaje “epidérmico” que de la épica practica Lugones, y optando por absorber los elementos conformadores del espectro épico (batalla, héroe, derrota, atavíos de lucha) para hacerlos circular bajo el tamiz de sus inquietudes filosóficas. La respuesta al criollismo militante no se hace esperar. Si para el autor de Lunario Sentimental “todo hombre es, o debe ser, si tal dignidad merece, un combatiente de la libertad” (Lugones 25), en Borges la libertad y justicia lugonianas se truecan en liberación metafísica. Y no faltarán tampoco reproches a la radicalidad que destilan los planteamientos de Rojas. En sus apuntes “La poesía gauchesca” (Borges 1985a) nuestro autor considera que las apreciaciones de Rojas acerca de Martín Fierro resultan monolíticas por nivelar criollismo y gauchismo, desestimando sus aportes y confinándolos al terreno de la mera discusión filológica.
La piedra angular de esta dialéctica viene constituida por el juicio que Leopoldo Lugones vierte en El Payador acerca del Martín Fierro donde, impelido por su marcado helenismo y por la necesidad de definir una nacionalidad, no duda en atribuir al texto la categoría de epopeya: cierto es que Borges no aplaude la canonización del Martín Fierro promovida por Lugones pero tal reticencia no excluye en el porteño un tono ponderativo hacia el poema de Hernández. En su enjundioso prólogo a El Payador, nos brinda Borges su particular veneración hacia la obra señera de la literatura argentina, enfatizando la preeminencia de “caracteres novelescos donde, al contrario de la épica, nos interesan lances personales y no valores colectivos”. Esta exégesis encierra una fractura ostensible respecto al consabido discurso nacionalista de esa década y se nos antoja el primer atisbo, la cala inicial de un universo épico que habrá de escorarse hacia la región del individuo y su horizonte epistemológico. Buena prueba de ello es la invocación borgiana a la “ética del coraje”, que, lejos de jalear a una colectividad, oscila entre el desvalimiento del individuo y el instante extático que lo sublima: en esta polaridad salvación-claudicación discurre precisamente la significación que Borges conferiría al filón épico.
Algunos críticos (Farías 1992, Mata 1999) han percibido esta ética del coraje como antípoda del frío andamiaje conceptual que sustenta su producción. Sostenemos nosotros que estas derivas vitalistas no sólo son compatibles con su sistema gnoseológico sino de necesaria inserción en el mismo. Si la ya prototípica imagen del laberinto borgiano trasunta la imposibilidad de conocimiento para el hombre, el lance épico activaría, en primera instancia, una vía liberadora de tal reclusión, que se traduce en una superación siempre provisoria de la contingencia. Así, el instante extático mencionado con anterioridad significaría desgranar una suerte de esquirla para vivirla plenamente en sí misma; con todo, su inminente disolución en la temporalidad sigue constituyendo por otro lado un valladar para la intelección del absoluto. Nos adherimos aquí a la tesis de Víctor Bravo, para quien la estética del coraje borgiana se teje, como el resto de su textualidad, en torno a la paradoja en tanto recurso vertebrador y conciliador de contrarios:
Borges encuentra el culto al coraje en las fibras mismas de la cultura argentina. La reiteración en sus textos de este aspecto quizás podría entenderse como la búsqueda de la comprensión de ese hecho, y como la elaboración de una distanciación crítica, dentro del principio de la paradoja, que fluye y refluye en su visión de las cosas y del mundo (Bravo 76).
Todo asedio a la obra de Jorge Luis Borges, sea cual fuere su foco de atención, pasa ineludiblemente por reseñar los presupuestos epistemológicos tocantes a la idea de absoluto. La aprehensión de esta noción resulta gnoseológicamente inviable toda vez que lenguaje, espacio y tiempo cercenan el absoluto de la escritura perseguido por el porteño. Ante esta tesitura, Borges ensaya unas vías de acercamiento, asumiendo que el caos posee una organización capciosa y parcelada a través de una coordenada como el tiempo, vituperada inicialmente y retomada luego en múltiples poemas que bien podrían catalogarse como de consolación. El tiempo impediría ese buscado ideal de simultaneidad pero la revivencia de lances bélicos permite al autor contemplar una mínima cohesión dentro del caos. Este cuarteto perteneciente a “El gaucho” (Borges 1981: 109) viene a textualizar nuestra tesis de lo épico como solución provisoria que habilitaría una incursión parcial en lo absoluto.

 
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El cálamo centenario: cinco asedios a la  literatura argentina  (1910-2010) de José Manuel González Álvarez   El cálamo centenario: cinco asedios a la literatura argentina (1910-2010)
de José Manuel González Álvarez

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