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De modo que las circunstancias nos muestran otra vez teorías que se alejan de la realidad y que por lo tanto deben ser reformuladas: es necesario buscar un punto medio entre le ?representación política? y ?la representación de intereses?-que no son extremos excluyentes-; un punto en que el ?mandato imperativo? no sea tan riguroso como para negarle libertad al representante, desnaturalizando su significado; ni la ?representación política? sea tan permisiva que la haga inservible. Y estoy convencido de que el camino pasa por la doctrina-que se hace así imprescindible- y por la capacitación de los representantes.

Dijimos que los partidos políticos constituyen la columna vertebral de la democracia: no hay democracia que no sea representativa, ni democracia sin partidos políticos. Y en una democracia auténtica, los partidos políticos no son ?o no deben ser- ni simples intermediarios, ni corporaciones. En las definiciones anteriores, poníamos de un lado a la representación política, sin mandato imperativo, y por el otro a la representación de intereses o de corporaciones. Pero si los partidos no son ni intermediarios ni corporaciones, los representantes que se eligen a través de ellos ?y no hay otra forma de elegirlos- podrán no tener un mandato imperativo ?para cumplir con el requisito de la representación política- pero tampoco podrán apartarse de los fundamentos doctrinarios del partido que los llevó al sitial de ?representantes? y que sirvió para exponer ante el electorado las propuestas de opción. En otras palabras, la banca es del partido y hasta allí llega el mandato imperativo: el representante no debería tener libertad de escindirse de su propio bloque en caso de disidencia. Quien no está de acuerdo con su partido, debe renunciar a la banca. Es la única manera de no defraudar al electorado, cuyo primer reclamo es la coherencia en la conducta de sus representantes, y que el interés general, en la perspectiva del partido, quede asegurado. Pues, esto también debe quedar claro: el ?interés general?, no siempre está expuesto como un concepto irrefutable e invariable, sino que las más de las veces admite diversas interpretaciones, entre las que cada partido debe elegir, de acuerdo a su propia identidad.

Pero, ¿no es esto representación de intereses? No, en la medida en que el partido tenga una doctrina sólida, un programa claramente expuesto antes del acto eleccionario y una dirigencia igualmente coherente, que actúe sin vacilaciones ni especulaciones. Aceptar el pase de la bancada de un partido político al de otro, o renunciar a la banca para ocupar otro cargo, ejemplos que en nuestro país son frecuentes, no son actitudes que puedan ser convalidadas en nombre del principio de ?representación política?; son lisa y llanamente conductas reprochables que burlan la voluntad del electorado. Aquí surge la pregunta: ¿A quién representan los ?representantes? ¿Al pueblo o al partido? Obviamente al pueblo. Pero son elegidos por los partidos que le dan el mandato de su doctrina y de sus programas. Aquí, justamente, reside la necesidad de actualizar conceptos, para darle al partido su real trascendencia, sin violentar principios democráticos. El partido no representa ?o no debe hacerlo- intereses sectoriales, o para expresarlo más claramente, intereses corporativos (económicos, sindicales, profesionales, etc., de ahí sí lo de ?representación de intereses?), sino los intereses de una parte de la sociedad que piensa de manera parecida sobre temas comunes, lo que no es lo mismo.

 
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