Obligué a M. de Lauranay, Mlle. Marta y a mi hermana a
ocupar de nuevo sus puestos en la berlina, donde podrían al menos reposar
al abrigo del relente de la noche y de una especie de lluvia menuda que empezaba
a caer, bastante glacial, pues el terreno en que estábamos alcanzaba ya
cierta altura.
M. de Lauranay se ofreció a pasar la noche conmigo.
¡Yo rehusé! Veladas como aquellas no son convenientes para un
hombro de su edad. Además, yo me bastaba solo.
Envuelto en mi gran manta de viaje, con el ramaje de los
árboles sobro mi cabeza, no sería muy digno de compasión.
Ya había pasado muchos peores que ésta, allá en las
praderas de América, donde el invierno es más rudo que en
ningún otro clima, y no me inquietaba mucho por una noche más
pasada al raso.
En fin: hasta entonces todo iba a pedir de boca, en lo que a
nosotros se refería. Nuestra tranquilidad no fue turbada lo más
mínimo, y la berlina, en aquella ocasión, valía tanto como
cualquier habitación de los hoteles del país. Con las portezuelas
bien cerradas, no había cuidado de sentir la humedad; con las mangas de
viaje, no se podía temer al frío, y si no hubiera sido por las
inquietudes que nos inspiraba la suerte de los ausentes, hubiéramos
dormido perfectamente.
A eso de las cuatro de la mañana, cuando apenas empezaba
a ser de día, M. de Lauranay salía de la berlina, y vino a
proponerme vigilar en mi puesto, a fin de que yo pudiese descansar una o dos
horas. Temiendo disgustarle si rehusaba otra vez, acepté, y con los
brazos sobre los ojos, y la cabeza apoyada en mi manta, eché un buen
sueño.