- ¿Y Marta? - dijo mi hermana.
- Mi opinión es que conviene dejar que lo ignore
todo (respondí). Esto me parece malo; Irma. hablándole de ello,
nos expondríamos a hacerla perder su valor. El viaje es largo
todavía, y la pobre joven tiene necesidad de todas las fuerzas de su
alma. Si llegara a saber lo que ha sucedido, que M. Juan está condenado a
muerte, que ha huido, que su cabeza ha sido puesta a precio, ¡no
viviría! Seguramente se negaría a seguirnos.
- Sí, tienes razón, Natalis; pero ¿y M. de
Lauranay? ¿Guardaremos también para con él el secreto?
- Igualmente, Irma. Con decírselo no
adelantaríamos nada. ¡Ah! ¡si nos fuera posible el ponernos
en busca de Mad. Keller y de su hijo!.... Sí; entonces debiéramos
decírselo todo a M. de Lauranay; pero nuestro tiempo está contado,
y nos está prohibido permanecer más días en este
territorio. Muy pronto seríamos nosotros también arrestados, y no
veo de qué serviría esto a M. Juan. Conque vamos, Irma; es preciso
tener juicio. Sobre todo, que Mlle. Marta no se aperciba de que has llorado.
- ¿Y si sale a la calle, Natalis, no puede dar la
casualidad que lea el edicto y sepa?....
- Irma (respondí): no es probable que M. y Mlle. de
Lauranay salgan del hotel durante la noche, puesto que no han salido durante el
día. Por otra parte, cuando llegue la noche, será muy
difícil leer un edicto. Por consiguiente, no tenemos que temer que ellos
se enteren: conque ten cuidado contigo, hermana mía, y se fuerte.