En efecto: hacia las seis de la tarde, los estampidos del
trueno se dejaron oír. Estaban lejos todavía, pero se les
sentía aproximarse con excesiva rapidez.
Mlle. Marta, sepultada en el fondo de la berlina, absorta en
sus pensamientos, no parecía asustarse demasiado. Mi hermana cerraba los
ojos y permanecía inmóvil.
- ¿No sería mejor hacer al te? - me dijo M. de
Lauranay, inclinándose por fuera de la portezuela.
- Mejor sería (respondí), y me pararía, a
condición de encontrar un sitio conveniente para pasar la noche; pero
sobre esta pendiente no la creo muy probable.
- ¡Prudencia, Natalis!
- Estad tranquilo, M. de Lauranay, - respondí.
No había acabado de hablar, cuando un intenso
relámpago envolvió materialmente la berlina y los caballos. Un
rayo acababa de herir uno de los más altos árboles, que estaba a
nuestra derecha. Felizmente el árbol cayó del lado del bosque.
Los caballos se espantaron muchísimo, y yo
comprendí que no iba a poder sujetarlos. Descendieron por el desfiladero
a galopo, a pesar de los esfuerzos desesperados que yo hacía para
detenerlos. Lo mismo los caballos yo, estábamos ciegos por los
relámpagos y ensordecidos por los estampidos de los truenos. Si aquellos
animales, que corrían como locos, daban un paso en falso, la berlina se
precipitaría en los abismos profundísimos que bordeaban el
camino.