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La marcha continuó por el desierto, donde pude realizar estudios altamente interesantes. En primer lugar, hice un extraño descubrimiento junto al fuego de nuestro vivac nocturno, a saber que al ser quemados ciertos arbustos impartían a la llama un destacado halo verde. Lo atribuí al contenido de boro y recogí una parte de las cenizas para un ulterior análisis del material. Mi acompañante que se había proveído de un cuero de cabra lleno de coca, pareció dejarse arrastrar en exceso por el vicio del estupefaciente. Día y noche lo veía mascar y pronto comprendí que ya en poder de los cinco pesos había preferido consumir la coca en lugar de llevarla a su amo, a quien conformaría con la excusa de no haberla podido conseguir. Dadas las circunstancias harto peculiares, hubiera sido del todo inoportuno disuadirlo de su propósito, de manera que lo dejé librado a su propio albedrío. Me guiaba bien y seguía mascando, pero carecía del cáustico necesario para complementar la coca, la lista, una pasta preparada con la ceniza de plantas haloideas o cal apagada. Al parecer, trataba de reemplazarla con la ceniza de mi pipa y de mis cigarros que no cesaba de pedirme. Cuando después de pasar las interesantísimas dunas de altura que cubren regiones montañosas enteras y estudiar la mina de Hoyada nos introdujimos por fin en la zona del nacimiento de los afluentes del río Abaucan, al norte de Fiambalá llegando a la vecindad de las primeras viviendas argentinas, mi coquero me abandonó. Al revisar m¡ equipaje noté la falta de las presuntas cenizas de boro. Habían seducido al ingenuo como algo muy especial y se las había consumido hasta el último polvito.

La llegada a Saujil (1.600 m), el primer lugar habitado del valle de Fiambalá, ejerció en mí un efecto muy vivificante. Me había internado en las montañas en pleno invierno. Desde hacía mucho tiempo sólo los lóbregos bosques de cactus, única vegetación de cierta importancia y los paisajes nevados habían formado la escenografía de los salares y desiertos de arena. El clima crudo, condicionado por el frío y las tormentas, me había atormentado físicamente cuando de ordinario mi cuerpo siempre había sido muy persistente. En Saujil se me ofreció la vegetación arbórea más exuberante, engalanada con su primera floración de primavera. Reinaba en aquel pequeño oasis un clima suave y agradable y sobre todo hallé un atento anfitrión en Pedro Legaralde, un vasco francés que durante algunos días me brindó su más cordial hospitalidad y me proveyó además de víveres y animales frescos para continuar la travesía.

 
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de Ludwig Brackebusch

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