Después de estudiar las regiones donde nace la quebrada del Toro, crucé las cadenas del oeste y me dirigí a las minas de Chorillos (4.400 m) explotadas por los hermanos Korn, dos compatriotas oriundos de la ciudad de Gotinga. Escalé la cresta de la montaña (Abra de San Gerónimo, 4.900 m) que constituye la frontera con Chile (antes con Bolivia) y enseguida realicé una nueva excursión a las extensas salinas de la Puna. Las toqué esta vez por su borde occidental y hallé ricos depósitos de carbonato de boto calcita que se encontraban aún en formación. En compañía de Ciriaco Colqui, un cacique indio (todas estas comarcas están habitadas por indios quechuas que a pesar de ser cristianos llevan aún una existencia primitiva), hombre inteligente que me proporcionó inestimables detalles topográficos, pasamos por la localidad de San Antonio de los Cobres, donde se levantan por lo menos unas trescientas casas de buena construcción, bien conservadas, pero que permanecen deshabitadas. Los indios de estas regiones viven dispersos en numerosos desfiladeros y la persona inexperta difícilmente podrá descubrir sus viviendas. Con motivo de la fiesta de San Antonio todos salen de sus escondrijos y se congregan en el pueblo mencionado, ocupando las casas hasta entonces cerradas con trancas, aparece el sacerdote de una ciudad importante, se ofician misas a diario, se celebran bodas y bautismos, pero la principal actividad gira en torno a los bailes, las comilonas, las borracheras, el juego y el amor que prosigue sin interrupción día y noche. Estas fiestas duran cuatro semanas y cuando concluyen, la gente satisfecha por un año, vuelve a sus apartadas chozas. Pasé dos veces por ese lugar. Una a la luz de la luna y debo confesar que el silencio mortal -no se oía ni el ladrido de un perro- me causó una maravillosa impresión e imaginé encontrarme en una feérica ciudad fantasmal.
Al emprender mi regreso a Chorrillos, Ciriaco Colqui me dio un criado para que me acompañara. El indio marchó todo el tiempo a pie llevando a cuestas una bolsa de unos 100 kilos llena de muestras de rocas. De Chorrillos volví a los Valles Calchaquíes y en medio de un frío intenso crucé la Cuesta del Acay (4.900 m.) que lleva a través de un puente, enlace entre las montañas nevadas de Cachi y Acay. Dejando atrás las nieves eternas, descendí por un paisaje de cactus a las praderas y campos de alfalfa de Poma y, a través del Cachi a Churcal donde hallé un nuevo amigo en el señor Austerlitz, un ilustre austríaco que después de todas las peripecias pasadas en aquellas alturas incivilizadas me reconfortó con todo cuanto ansiaba ni¡ corazón.
Había cambiado mis animales en Poma y ocurrió lo mismo en Clitircal. Pero previamente hice un breve rodeo para visitar el insignificante poblado indio de Molinos y Lurucatao, una región visitada con anterioridad por J. von Tschudi. A fin de echar un vistazo a la región atacarneña ascendí a la divisoria de aguas de Tacana, situada al oeste de Lurucatao. A 4.600 m. de altura y con un tiempo inmejorable se me brindó uno de los panoramas más espléndidos que había visto hasta entonces. A un lado, el gran desierto que generalmente sólo lleva el nombre de Atacama, numerosas montañas nevadas, conos volcánicos, salares y dunas de alta montaña de increíble extensión, donde retozan los remolinos de viento alzando y trasladando por las vastas planicies innumerables trombas; del otro lado la hermosa cadena blanca de cumbres nevadas del Cachi, un paisaje alpino de incomparable encanto, y más al sud el enigmático Cajón, cuyos picos también estaban coronados de nieve; a mis pies, una confusión de valles y montañas que hasta ahora ningún ser humano ha aclarado topográficamente. Pocos días después me propuse realizar las primeras exploraciones de esta nueva Terra incognita, pero primeramente debí regresar a Cafayate y hacerme cargo de mis animales.