I
A principios del mes de julio de 1850 atravesaba la puerta de calle de una hermosa casa de Santiago un joven de veintidós a veintitrés años.
Su traje y sus maneras estaban muy distantes de asemejarse a las maneras y al traje de nuestros elegantes de la capital.
Todo en aquel joven revelaba al provinciano que viene por primera vez a Santiago. Sus pantalones negros, embotinados por medio de anchas trabillas de becerro, a la usanza de los años de 1842 y 43; su levita de mangas cortas y angostas; su chaleco de raso negro con largos picos abiertos, formando un ángulo agudo, cuya bisectriz era la línea que marca la tapa del pantalón; su sombrero de extraña forma y sus botines abrochados sobre los tobillos por medio de cordones negros componían un traje que recordaba antiguas modas, a que sólo los provincianos hacen ver de tiempo en tiempo por las calles de la capital.
El modo cómo aquel joven se
acercó a un criado que se balanceaba mirándole apoyado en el umbral de una puerta que daba al primer patio, manifestaba también la timidez del que penetra en un lugar desconocido y recela de la acogida que le espera. Cuando el provinciano se halló bastante cerca del criado, que continuaba observándole se detuvo e hizo un saludo, que el otro contestó con aire protector, inspirado tal vez por la triste catadura del joven.
-¿Será ésta la casa
del señor don Dámaso Encina? -preguntó éste con voz en la que parecía reprimirse apenas el disgusto que aquel saludo insolente pareció causarle.
-Aquí es -contestó el criado.
-¿Podría usted decirle que un caballero desea hablar con él?