Martín se había quedado en el mismo lugar en que se detuvo para hablar con el criado, y dejó pasar dos minutos sin moverse contemplando las paredes del patio pintadas al óleo v las ventanas que ostentaban sus molduras doradas al través de las vidrieras. Mas luego pareció impacientarse con la tardanza del que esperaba y sus ojos vagaron de un lugar a otro sin fijarse en nada.
Por fin, se abrió una puerta y apareció el mismo criado con quien Martín acababa de hablar.
-Que pase para dentro -dijo el joven. -Martín siguió al criado hasta una puerta en la que éste se detuvo.
-Aquí está el patrón -dijo, señalándole la puerta.
El joven pasó el umbral y se
encontró con un hombre que por su aspecto, parecía hallarse según la significativa expresión francesa entre dos edades. Es decir, que rayaba en la vejez sin haber entrado aún a ella. Su traje negro, su cuello bien almidonado, el lustre de sus botas de becerro, indicaban el hombre metódico, que somete su persona como su vida a reglas invariables. Su semblante nada revelaba: no había en é ninguno de esos rasgos característicos, tan prominentes en ciertas fisonomías, por los cuales un observador adivina en gran parte el carácter de algunos individuos. Perfectamente afeitado y peinado, el rostro y el pelo de aquel hombre manifestaban que el aseo era una de sus reglas de conducta.
Al ver a Martín, se quitó una gorra con que se hallaba cubierto y se adelantó con una de esas miradas que equivalen a una pregunta. El joven la interpretó así, e hizo un ligero saludo, diciendo:
-¿El señor don Dámaso Encina?