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Y Rufina, con los ojos ardientes, como si fuera a devorar a su marido, le agarraba de la pechera, zarandeando rudamente a aquel hombrón. Pero no tardó en soltarle, y, levantando los brazos, prorrumpió en espantosos alaridos.

-¡Ay Señor!... ¡Ha muerto! ¡Mi Antoñico se ha ahogado! ¡Está en el mar!

-Sí, mujer -dijo el marido lentamente, con torpeza, balbuciendo y como si le ahogaran las lágrimas-. Somos muy desgraciados. El chico ha muerto; está donde su abuelo; donde estaré yo cualquier día. Del mar comemos y el mar ha de tragarnos... ¡Qué remedio! No todos nacen para obispos.

Pero su mujer no le oía. Estaba en el suelo, agitada por una crisis nerviosa, y se revolcaba pataleando, mostrando sus flacas y tostadas desnudeces de animal de trabajo, mientras se tiraba de las greñas, arañándose el rostro.

-¡Mi hijo!... ¡Mi Antoñito!...

Las vecinas del barrio de los pescadores acudieron a ella. Bien sabían lo que era aquello; casi todas habían pasado por trances iguales. La levantaron sosteniéndola con sus poderosos brazos y emprendieron la marcha hacia su casa.

Unos pescadores dieron un vaso de vino a Antonio, que no cesaba de llorar. Y, mientras tanto, el compadre, dominado por el egoísmo brutal de la vida, regateaba bravamente con los compradores de pescado que querían adquirir la hermosa pieza.

Terminaba la tarde. Las aguas, ondeando suavemente, tomaban reflejos de oro.

A intervalos sonaba cada vez más lejos el grito desesperado de aquella pobre mujer, desgreñada y loca, que las amigas empujaban a casa:

-¡Antoñito! ¡Hijo mío!

Y bajo las palmeras seguían desfilando los vistosos trajes, los rostros felices y sonrientes, todo un mundo que no había sentido pasar la desgracia junto a él, que no había lanzado una mirada sobre el drama de la miseria; y el vals elegante, rítmico y voluptuoso, himno de la alegre locura, deslizábase armonioso sobre las aguas, acariciando con un soplo la eterna hermosura del mar.

 
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