Y, haciendo virar la barca, volvió a las mismas aguas donde se había verificado el encuentro.
Puso un anzuelo nuevo, un enorme gancho, en el que ensartó varios roveles, y sin soltar el timón agarró un agudo bichero. ¡Flojo golpe iba a soltarle a aquella bestia estúpida y fornida como se pusiera a su alcance!
El aparejo pendía de la popa casi recto. La barca volvió a estremecerse, pero esta vez de un modo horrible. El atún estaba bien agarrado y tiraba del sólido gancho, deteniendo la barca, haciéndola danzar locamente sobre las olas.
El agua parecía hervir; subían a la superficie espumas y burbujas en turbio remolino, cual si en la profundidad se desarrollase una lucha de gigantes, y de pronto la barca, como agarrada por mano oculta, se acostó, invadiendo el agua hasta la mitad de la cubierta.
Aquel tirón derribó a los
tripulantes. Antonio, soltando el timón, se vio casi en las olas; pero sonó un crujido y la barca recobró su posición normal. Se había roto el aparejo, y en el mismo instante apareció el atún, junto a la borda, casi a flor de agua, levantando enormes espumarajos con su cola poderosa. ¡Ah ladrón! ¡Por fin se ponía a tiro! Y rabiosamente, como si se tratara de un enemigo implacable, Antonio le tiró varios golpes con el bichero, hundiendo el hierro en aquella piel viscosa. Las aguas se tiñeron de sangre y el animal se hundió en un rojo remolino.
Antonio respiró al fin. De buena se habían librado. Todo duró algunos segundos; pero un poco más, y se hubieran ido al fondo.
Miró la mojada cubierta y vio al compadre, al pie del mástil, agarrado a él, pálido, pero con inalterable tranquilidad.