El atún había muerto...
¡Valiente cosa le importaba! ¡La vida de su hijo único, de su Antoñico, a cambio de la de aquella bestia! ¡Dios! ¿Era esto manera de ganarse el pan?
Nadó más de una hora, creyendo a cada rozamiento que el cuerpo de su hijo iba a surgir bajo sus piernas, imaginándose que las sombras de las olas eran el cadáver del niño que flotaba entre dos aguas.
Allí se hubiera quedado; allí habría muerto con su hijo. El compadre tuvo que pescarle y meterle en la barca como un niño rebelde.
-¿Qué hacemos, Antonio?
Él no contestó.
-No hay que tomarlo así. Son cosas de la vida. El chico ha muerto donde murieron todos nuestros parientes, donde moriremos nosotros. Todo es cuestión de más pronto o más tarde... Pero, ahora, a lo que estamos: a pensar que somos unos pobres.
Y, preparando dos nudos corredizos, apresó el cuerpo del atún y lo llevó a remolque de la barca, tiñendo con sangre las espumas de las olas.
El viento los favorecía; pero la barca estaba inundada, navegaba mal, y los dos hombres, marineros ante todo, olvidaron la catástrofe, y, con los achicadores en la mano, encorváronse dentro de la cala, arrojando paletadas de agua al mar.
Así pasaron las horas. Aquella ruda
faena embrutecía a Antonio, le impedía pensar; pero de sus ojos rodaban lágrimas y más lágrimas, que, mezclándose con el agua de la cala, caían en el mar sobre la tumba del hijo.