El compadre miraba el horizonte.
-Antonio, cambia el viento.
-Ya lo noto.
-Tendremos mar gruesa.
-Lo sé; pero ¡adentro! Alejémonos de todos estos que barren el mar.
Y la barca, en vez de ir tras las otras, que seguían la costa, continuó con la proa mar adentro.
Amaneció. El sol, rojo y recortado cual enorme oblea, trazaba sobre el mar un triángulo de fuego, y las aguas hervían como si reflejasen un incendio.
Antonio empuñaba el timón,
el compañero estaba junto al mástil, y el chicuelo, en la popa, explorando el mar. De la popa y las bordas pendían cabelleras de hilos que arrastraban sus cebos dentro del agua. De cuando en cuando, tirón, y arriba un pez, que se revolvía y brillaba como estaño animado. Pero eran piezas menudas..., nada.
Y así pasaron las horas. La barca, siempre adelante, tan pronto acostada sobre las olas como saltando, hasta enseñar su panza roja. Hacía calor, y Antoñico escurríase por la escotilla para beber del tonel de agua metido en la estrecha cala.
A las diez habían perdido de vista la tierra; únicamente se veían por la parte de popa las velas lejanas de otras barcas, como aletas de peces blancos.
-Pero, Antonio -exclamó el compadre-, ¿es que vamos a Orán? Cuando la pesca no quiere presentarse, lo mismo da aquí que más adentro.