La barca navegaba con creciente rapidez, sintiendo que se vaciaban sus entrañas.
El puertecillo estaba a la vista, con sus masas de blancas casitas doradas por el sol de la tarde.
La vista de tierra despertó en Antonio el dolor y el espanto adormecidos.
-¿Qué dirá mi mujer?
¿Qué dirá mi Rufina? -gemía el infeliz.
Y temblaba, como todos los hombres enérgicos y audaces, que en el hogar son esclavos de la familia.
Sobre el mar deslizábase como una caricia el ritmo de alegres valses. El viento de tierra saludaba a la barca con melodías vivas y alegres. Era la música que tocaba en el paseo, frente al casino. Por debajo de las achatadas palmeras desfilaban, como las cuentas de un rosario de colores, las sombrillas de seda, los sombreritos de paja, los trajes claros y vistosos de toda la gente de veraneo.
Los niños, vestidos de blanco y rosa, saltaban y corrían tras sus juguetes, o formaban alegres corros, girando como ruedas de colores.
En el muelle se agolpaban los del oficio: su vista, acostumbrada a las inmensidades del mar, había reconocido lo que remolcaba la barca. Pero Antonio sólo miraba, al extremo de la escollera, a una mujer alta, escueta y negruzca, erguida sobre un peñasco, y cuyas faldas arremolinaba el viento.
Llegaron al muelle. ¡Qué ovación! Todos querían ver de cerca el enorme animal. Los pescadores, desde sus botes, lanzaban envidiosas miradas; los pilletes, desnudos, de color de ladrillo, echábanse al agua para tocarle la enorme cola.
Rufina se abrió paso ante la gente, llegando hasta su marido, que, con la cabeza baja y una expresión estúpida, oía las felicitaciones de los amigos.
-¿Y el chico? ¿Dónde está el chico?
El pobre hombre bajó aún más su cabeza. La hundió entre los hombros, como si quisiera hacerla desaparecer para no oír, para no ver nada.
-Pero ¿dónde está Antoñico?