-Creí que nos ahogábamos, Antonio. Hasta he tragado agua. ¡Maldito animal! Pero buenos golpes le has atizado. Pero ya verás cómo no tarda en salir a flote.
-¿Y el chico?
Esto lo preguntó el padre con inquietud, con zozobra, como si temiera la respuesta.
No estaba sobre cubierta. Antonio se
deslizó por la escotilla, esperando encontrarle en la cala. Se hundió en el agua hasta la rodilla; el mar la había inundado. Pero ¿quién pensaba en esto? Buscó a tientas en el reducido y oscuro espacio, sin encontrar más que el tonel del agua y los aparejos de repuesto. Volvió a cubierta como un loco.
-¡El chico! ¡El chico!... ¡Mi Antoñico!
El compadre torció el gesto
tristemente. ¿No estuvieron ellos próximos a ir al agua? Atolondrado por algún golpe, se habría ido al fondo como una bala. Pero el compañero, aunque pensó todo esto, nada dijo.
Lejos, en el sitio donde la barca había estado próxima a zozobrar, flotaba un objeto negro sobre las aguas.
-¡Allá está!
Y el padre se arrojó al agua, nadando vigorosamente, mientras el compañero amainaba la vela.
Nadó y nadó; pero sus fuerzas casi le abandonaron al convencerse de que el objeto era un remo, un despojo de su barca.
Cuando las olas le levantaban, sacaba el cuerpo fuera para ver más lejos. Agua por todas partes. Sobre el mar sólo estaban él, la barca que se aproximaba y una curva negra que acababa de surgir y que se contraía espantosamente sobre una gran mancha de sangre.