Hacia 1910, las ciudades ofrecían un paisaje inédito de
recursos para la sociabilidad. Las confesiones y cuitas que comenzaban en los
ámbitos domésticos en los salones de los sectores altos, en los patios, en la
cocina, en el zaguán y en el patio del conventillo. En las mesas de billar, o en
las de café, en los despachos de bebidas estuvieron ampliamente extendidos. En
los deportes, el fútbol, y el turf, comienzan su camino hacia la popularidad
actual.
De esta manera lo público prolonga la continuidad de lo
privado; surgen las garçonnières, pequeños departamentos para los
encuentros furtivos y para servir de vivienda estable a mujeres que no podían
exhibirse en público.
Lo público para la mujer y el hombre marca también pautas
claras; la calle era del hombre; a la mujer le estaba reservada la salida con su
marido o la familia pero no podía andar sola; sólo lo hacían las que se atrevían
a vender su cuerpo. Andar sola en la calle o concurrir a una confitería
implicaba las miradas y los comentarios maliciosos. La regla general era la
estricta separación de ambientes según los sexos.
El relato de los problemas íntimos en una mujer implicaba una
gran confianza en el receptor; el varón en general no tenía escrúpulos en dar el
paso para las confidencias más reservadas a quienes quieren escucharlos: amigos,
contertulios, personajes fugaces y ocasionales servían a este efecto.
El parentesco era el confesionario más seguro para las mujeres;
en los sectores trabajadores, las amigas íntimas constituyeron el elemento más
seguro. Para las vecinas, las compañeras de fábrica, taller u oficina, el
inquilinato o el conventillo eran las personas con quienes compartir alegrías,
tristezas y preocupaciones.
El tango, nacido en esa época, configura un repertorio de
cuitas cada vez más obsesivo en materia de pasiones y sentimientos entre los
sexos. El sensualismo de la danza era un atractivo más para expresar la
condición de la mujer.