«Cuando Fátima creyó
que había llegado el tiempo de dar cumplimiento a sus planes,
preparó a su hija con las instrucciones necesarias para apoderarse del
tesoro, de que no había cesado de hablarle desde su niñez.
Llegó el invierno; la gente de la casa se mudó al piso principal,
según se acostumbra en Sevilla, y Fátima pidió el permiso
de habitar los cuartos bajos en compañía de su hija. A mediados de diciembre, cuando las lluvias continuas anunciaban una próxima crecida del Guadalquivir y no había alma viviente que pusiese los pies en la calle después de oraciones, Fátima hizo los preparativos que debían ayudarla en la empresa que había meditado. Hízose de una cuerda y de un canasto, y, cerca de las doce de la noche señalada para llevar adelante la hechicería, se dirigió a tientas hacia el zaguán, llevando por la mano a Zuleima, que temblaba como la hoja en el árbol. Dan las doce en el reloj de la catedral, cuyo sonido, en las calladas horas de la noche, retumbaba en todos los ámbitos de la ciudad. Dos minutos después se oyeron los melancólicos golpeos de la plegaría, y, cuando éstos cesaron, quedó todo en el más profundo silencio, que, de cuando en cuando, interrumpían los aguaceros y las ráfagas. Fátima, desasiéndose de las frías manos de Zuleima, hirió un pedernal, encendió un cabo de vela verde, de una pulgada de largo, y lo colocó en una linterna. Apenas dieron los primeros rayos de luz en el pavimento, cuando se abrió éste, cerca de donde estaban la madre y la hija. «Zuleima, única prenda de mi vida, dijo Fátima, si tuvieras bastante fuerza para sostenerme, no te daría yo el trabajo de entrar en la bóveda. Pero no temas. Nada hay en ella sino oro y alhajas. Aunque hay una escalera por la que puedes bajar hasta el fondo, es demasiado perpendicular, y será más conveniente que yo te sostenga con la cuerda». «Madre mía, respondió temblando la muchacha, la sangre se me hiela en las venas al ver esa espantosa bóveda; mas no importa; os he dado palabra de ayudaros y la cumpliré. Atadme bien el puño. Cuidado, que vais a sostener todo el peso de mi cuerpo. ¡Piadoso Alá! ¡Mis pies resbalan! ¡Madre mía! ¡Madre mía! ¡No me dejéis a oscuras!»
«Al descolgarse en la bóveda,
cuya altura era como la del cuerpo de Zuleima, sus pies resbalaron, en efecto,
en una de las piedras que sobresalían en el muro, y el ruido de las monedas que se deslizaron al golpe reanimó las desfallecientes esperanzas de la madre. «Aquí está la canasta, le dice, llénala de oro; busca las alhajas. No moveré la linterna. Bien, hija mía; otra canasta y no más. No quiero exponerte más tiempo. Todavía hay vela para cinco minutos. Pero... ¡Dios mío!, el pabilo está nadando en cera derretida. La cuerda... ¿dónde está?... La cuerda... busca la escalera... hacia este lado».
«Oyóse un quejido lastimero.
Lanzábalo la cuitada Zuleima, sepultada ya en montones de oro.
Volvió a quedar todo en tinieblas. La infeliz madre buscaba a tientas la boca de la bóveda, pero en vano. Había cesado el encanto, y el suelo había vuelto a su estado primitivo. Hiérelo repetidas veces con el pie, y más crece su angustia, cuando un eco pavoroso retumba en la concavidad cerrada para siempre. Golpea con fuerza sobre los guijarros del piso, hasta que sus manos se entumecen. Arrójase casi exánime al suelo y, cuando recobra por algunos momentos el sentido, oye en lo profundo la voz plañidera de su hija: ¡Madre, mía, madre mía, no me dejéis a oscuras! Fátima permanece por un instante inmóvil. De pronto, abandonada a un frenético despecho, deja caer violentamente la cabeza sobre las piedras, y allí la encontraron al siguiente día, yerta e inanimada.