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-Sí -respondí yo-; por ella comunica el Alcázar con la Torre del Oro, que está a orillas del río.

-En aquella torre -continuó mi amigo- estuvo algún tiempo una de las rivales que suscitaron a María sus enemigos. Llamábase Aldonza Coronel, hermana de la célebre María Colonel, fundadora del convento de Santa Clara, la misma que, por evitar los peligros que amenazaban su virtud, desfiguró su hermosura del modo más horroroso. Su cuerpo se conserva en una urna de cristales, en el sillón principal del coro del convento. Pues bien, Aldonza, más frágil que su hermana, vino a la corte a echarse a los pies del rey y a implorar el perdón de su marido, Alvar Pérez de Guzmán, que había sido declarado traidor. El rey quedó prendado de su hermosura, y los enemigos de María fomentaron aquella inclinación, que tan funesta fue a la que la había inspirado. María yacía abandonada en el Alcázar, mientras la infiel esposa de Alvar Pérez atraía toda la corte a la Torre del Oro. El triunfo de Aldonza fue pasajero. La resignación de María volvió a encender el afecto del rey, y Aldonza tuvo que ir a sepultar su ignominia en el convento que su hermana había fundado para poner la virtud de las mujeres al abrigo de la corrupción de los tiempos.

«También se han atribuido al influjo directo de María el mal trato y la muerte de Blanca de Borbón, que era, en la opinión pública, reina legítima de Castilla. No hay duda que contribuyó en gran parte a aquella bárbara acción el invencible apego del monarca a sus primeros amores: pero la causa principal de los infortunios de Blanca fue la conducta de la reina madre, que, bajo el pretexto de defenderla, daba rienda suelta a su ambición. El amor que María profesaba a Pedro era acendradísimo. A tal punto había llegado este afecto que, durante una de las épocas en que Pedro se mostró frío e inconstante, María consiguió una bula de Roma para fundar un monasterio, de que el Papa la nombró abadesa. Poseía, sin embargo, ciudades y estados, a que hubiera podido retirarse para vivir en fastuosa independencia. Pero volvamos a los baños, que da lástima verlos tan degradados y perdidos. En los tiempos de mi juventud aún conservaban la forma que les había dado el arquitecto árabe, porque esta pieza era la única que se mantenía intacta como la habían dejado los moros. Lo que es ahora una tenebrosa mazmorra era entonces un naranjal, de las mismas dimensiones que el patio que se ha construido encima. Las ramas de los árboles subían hasta el nivel del palacio. Estas filas de columnas sostenían dos corredores, que se cruzaban en ángulos rectos, que daban entrada al gran salón y formaban un agradabilísimo paseo que dominaba los cuadros del jardín. No puede haber mayor delicia en un clima caliente que la que se goza en un espacioso baño, sombreado por árboles frondosos, perfumado por fragantes flores, abierto a la luz y al aire, y excavado, por decirlo así, como una gruta en medio de un palacio.

 
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de José María Blanco White

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