Sin embargo, de cuando en cuando,
venían algunas gentes del campo a ver los jardines del Alcázar,
que forman una de las más interesantes curiosidades de Sevilla, y, aunque
en efecto su presencia me molestaba, por otro lado me divertía
sobremanera el juego de las fuentes, que en estas ocasiones hacen lucir los
jardineros, cuando se les da una propina. Porque es menester que sepa el lector
que los paseos enladrillados y los muros cubiertos de incrustaciones
rústicas, de conchas y de corales, ocultan un sin número de
conductos, que están en comunicación con un depósito de
agua colocado a mayor altura. Así que, sólo con dar vuelta a una
llave, se ve salir una infinidad de chorrillos de agua, que suben a la altura de
ocho o diez pies y cuya proyección conserva la línea del
artimaño o figura que los arroja. Los que salen del suelo forman una
especie de bóveda, debajo de la cual puede uno pasearse libremente sin
recibir más que algunas gotas. Antes había órganos
hidráulicos, que sonaban cuando se daba curso al agua, mas de esto lo
único que queda en el día es un trompetero, cuyo sonido es muy
suave y que parece salir de debajo de tierra. La singularidad de estos
amaños y la frescura que esparce a la redonda esta lluvia artificial
están en perfecta armonía con el carácter peculiar de la
escena. Yo, por mi parte, jamás gocé de semejante
espectáculo sin que mis pensamientos se vigorizasen, y sin que recibiese
nuevos deleites mi fantasía.
En una de estas ocasiones trabé
conocimiento con un excelente hombre, verdadero modelo de los caballeros de
Sevilla, en época en que empezaban a afinarse los modales de los
españoles y poco antes de que se generalizase la franqueza moderna, tan
opuesta a la cortés gravedad y pausada urbanidad de nuestros antepasados. Llamábase don Antonio Montesdeoca, y era hombre de aquellos que sólo usaban el fraque a la francesa en los días de ceremonia o para asistir a alguna fiesta de Iglesia. Su traje ordinario era la pomposa capa española, de seda oscura en verano y de paño del mismo color en invierno. Cubría su cabeza una redecilla de seda negra, con una cálifa de colgajos en su extremidad, a manera de la que sirve de adorno a las pandorgas que remontan los muchachos. El sombrero de castor blanco tendría sus diez pulgadas de ala circular, sin que excediesen de tres o cuatro las de la altura de la copa. Era alto, delgado, derecho, y llevaba siempre sobre el pecho el brazo izquierdo, como si sostuviese la toledana, sin la cual ningún gentilhombre salía por las tardes hace sesenta años. Nos conocíamos de nombre, pero no más, así que cuando me encontraba con él, en las calles del Alcázar, lo saludaba quitándome el sombrero, según la usanza de la antigua cortesanía española, que mis padres me habían enseñado. No tardamos en trabar conversación. D. Antonio me dijo que conocía a mi familia, y me preguntó la causa de mis frecuentes visitas al jardín, no quedando poco sorprendido al ver la semejanza de nuestras aficiones, en tan diferentes edades. Desde esta primera conversación, muchas veces platicábamos a la sombra del mismo árbol. Tenía buen caudal de noticias acerca del Alcázar y de las otras antigüedades de Sevilla. Yo escuchaba con el más vivo interés cuanto me decía acerca de los tiempos pasados, y, recordando lo que más profunda impresión dejó en mi memoria, voy a anotarlo aquí para satisfacción de mis lectores.