La entrada a los jardines del
Alcázar es un corredor largo, bajo y estrecho, cuya oscuridad realza el
efecto de la luz y del espacio, que se ofrecen de golpe al espectador cuando
pasa la puerta de hierro del primer terrado. Para un inglés lo
único que puede tener de agradable este espectáculo es la novedad.
Todo lo que se presenta a la vista, hasta las plantas y las flores, tiene un
aspecto artificial y afectado. Las tijeras del jardinero conservan en perpetua
simetría las altas paredes de arrayán, que sirven de vallados a
los cuadros de flores, divididos en compasadas secciones. Los grupos de
alhucema, boje y tomillo forman grotescos dibujos de animales, divisas y escudos
de armas. El suelo de las calles es de ladrillo; una reja de hierro separa cada
una de las divisiones, señaladas con los nombres de la Reina, el
Príncipe, la Alcoba, el Laberinto y el jardín de las Damas. En el
centro de este último se ven dos filas de bailarines formados de
arrayán, excepto las cabezas y las manos, que son de madera pintada; lo
demás del cuerpo y el traje son de planta viva. En una de las
extremidades se ve una banda de músicos, de la misma planta, con harpas,
pífanos y panderetas, y dos salvajes colosales, con enormes clavas en las
manos, nacidos de las mismas raíces y alimentados por la misma sustancia,
están a la entrada a guisa de centinelas.
No faltan viajeros remilgados y
descontentadizos que miran estos objetos con afectado desdén; los andaluces, empero, adoctrinados por el clima y por las cualidades de la tierra que habitan, no buscan delicias rurales en el recinto de una ciudad, ni bosques majestuosos en llanuras tostadas, ni césped aterciopelado debajo de una atmósfera ardiente, que no dejaría trazas de verdor si no fuera por la tenacidad de algunas plantas y por los arroyos artificiales que las riegan; lo que anhelan es la frescura de la sombra, la fragancia de las auras, los murmullos de las fuentes, el hálito de los naranjos, que casi trastorna los sentidos, la espesa, aunque invisible, nube de esencias que las rosas exhalan, los suspiros del vendaval y los muy más suaves flauteos del ruiseñor. Estos placeres son harto diferentes de los que se gozan en la fría y vasta soledad de un parque, pero ¡oh, cuánto realce les da la misteriosa estrechez de un jardín morisco!
Anegado en estas sensaciones, solía
yo pasar horas enteras en cierto rincón favorito, de donde podía
oír a mis anchas el copioso raudal que de la boca de un león, con plácido susurro, se deslizaba a una dilatada alberca, y no hubiera cambiado los altos muros, incrustados de rústicos arabescos en su parte superior y forrados en la inferior de espesas varas de naranjos y limoneros, por el más grandioso de los parques que después he visto y he aprendido a admirar en Inglaterra. En aquel bienhadado asilo, casi solo, porque, si no es dos o tres días en el año, pocos son los concurrentes a los jardines del Alcázar, oyendo el ruido de las tijeras de los jardineros, que, cortando las fibras del boje y del arrayán, las forzaba a exhalar por doquiera sus esencias perfumadas, mi imaginación se gozaba en su propio recogimiento, como el ave criada en una pajarera, que nada desea de lo que está más allá de sus alambres. Y en verdad que en aquellos países sólo puede saborearse la libertad entre los altos muros y los fuertes cerrojos; sólo por estos medios puede el hombre ponerse al abrigo de los tiranuelos que dominan la Iglesia y el Estado. Así lo conocieron los reyes que edificaron y aumentaron el Alcázar y que procuraron rodearse de guardias y de muros para alejarse más y más de las miradas curiosas del público. Yo, que no disfrutaba otros placeres que los que me suministraba mi imaginación, no pasaba jamás debajo de las amenazantes clavas de los gigantes sin deleitarme en pensar que suspendían el golpe en mi favor y que estaban prontos a descargarlo sobre el primero que osase profanar la escena de mis sabrosas ilusiones.