Pregunté una vez a don Antonio cuál era su opinión acerca del carácter de Pedro el Cruel.
-Escritores ha habido en estos tiempos
-respondióme- que han pintado aquel monarca como un hombre severo en
demasía, mas no lo bastante para merecer el título que le ha dado
la historia. Ya os he contado pruebas de su ferocidad, y añadiré que en los últimos años de su reinado fue traidor y pérfido para con sus amigos, y monstruo sediento de sangre para con sus contrarios. Aún en sus mejores días solía dar rienda suelta a implacables odios, aunque entonces su carácter parecía ser una mezcla de ingenuidad y amor a la justicia. Ya habéis visto en una de las calles de esta ciudad el busto de Pedro el Cruel, que indica el sitio en que monarca hizo una muerte, en un encuentro casual que tuvo una noche en que iba paseándose solo y disfrazado. Según cuenta la tradición, jamás se hubiera tenido noticia del autor del delito si no hubiera sido por una vieja que, al oír el ruido de las espadas, se asomó, con un candil en la mano a la ventana. Retiróse inmediatamente, asustada, sin ver el rostro al hombre que había muerto a su adversario. Examinada al día siguiente por los jueces, declaró que el homicida no podía ser otro que el rey, a quien había descubierto por el bien conocido crujido de sus rodillas. Pedro oyó la acusación sin turbarse y sin contradecir ni ultrajar a la vieja. No pudiendo, sin embargo, remover las sospechas que había excitado aquel suceso, mandó que se colocase su busto en la calle en que había ocurrido, a la manera que se ponen las cabezas de los malhechores en la escena de sus crímenes. Todavía se da el nombre del Candilejo a la calle que da enfrente del busto del rey, en memoria del que sacó la vieja cuando oyó el rumor de la pendencia.
«Cuál era el estado de la
moral pública en aquellos tiempos y cuánta la ineficacia de las
leyes contra los poderosos, se puede inferir de otra historia que nos han
conservado los cronistas de Sevilla. A los principios del reinado de Pedro
había en la catedral un prebendado que quería seducir a una
hermosa mujer, casada con un menestral. Las frecuentes visitas del amante
despertaron los celos del marido, el cual le intimó que no pusiese los pies en su casa. El clérigo, creyéndose insultado, montó en cólera y despachó al marido al otro mundo. En seguida tomó sagrado en la catedral, y de allí a poco fue puesto en libertad por el arzobispo, que se contentó con imponerle una pena ligera. Un hijo del muerto, que, aunque joven y pobre, tenía sentimientos elevados, se presentó ante el rey, en el sitio en que éste solía dar audiencia a sus vasallos, que era un espacio abierto, rodeado de bancos de piedra y situado en la inmediación de una de las puertas de palacio. Esta especie de terrado se conservaba todavía a mediados del siglo XVII. El huérfano se quejó amargamente del arzobispo que había dejado sin castigo al asesino de su padre. Pedro lo oyó con gran atención, lo llamó aparte y le preguntó si se sentía con valor para vengar su ofensa, a lo que el joven respondió que aquello era lo que con más vehemencia deseaba. «Pues bien, díjole el rey, hazlo así, y ven en seguida a implorar mi protección». El mancebo no se lo dejó decir dos veces, sino que en la primera ocasión hizo con el prebendado lo que éste había hecho con su padre. Acogióse a palacio, fue entregado a la justicia y se señaló día para hacerle la causa. Pedro oyó en el tribunal al abogado del arzobispo contra el preso, y preguntó cuál había sido la sentencia impuesta por la Curia al prebendado. «La suspensión a divinis, respondió el letrado, por el término de un año». «¿Qué oficio tienes?», preguntó el monarca entonces al reo. «Zapatero», repuso éste. «Vistos los autos, continuó el rey, fallamos que el reo estará privado de hacer zapatos por el término de un año».