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Había en los jardines un sitio que desde mi niñez me inspiraba cierta curiosidad con sus vislumbres de pavor. Es una sala subterránea, lóbrega y profunda, sostenida por filas de columnas dobles, débilmente iluminada por unas lucanas abiertas en el techo y cerrada por fuertes puertas de hierro como si su destino hubiera sido el servir de calabozo. En medio se ve una fuente de mármol, seca en la actualidad, pero que tuvo agua en su tiempo, como lo denotan los conductos que todavía se descubren en su parte superior. La tradición de su primer destino se conserva en el nombre de los Baños de Doña María Padilla. Fue esta señora, si hemos de creer a la voz común, querida de Pedro el Cruel desde su más temprana juventud hasta su muerte, y blanco de los tiros del partido que colocó en el trono al bastardo Enrique de Trastamara, que mató con sus propias manos al rey su hermano, después de la batalla de Montiel. Tal era, sin embargo, la belleza de María, tal la bondad de su corazón y tales las prendas de su alma, que aun las crónicas escritas durante el reinado del usurpador hablan de ella con respeto, a pesar de los desatinos conservados en las tradiciones populares de Sevilla, hijos de la malicia y de la calumnia. Una vez que entré en los baños, gracias a la protección de mi amigo don Antonio, preguntóme éste si había oído muchas historias acerca de María Padilla.

-Muchas -le respondí-, porque ésta es la comidilla de los muchachos de Sevilla, y, entre otras, no pocas veces he oído hablar del coche de fuego en que aquella señora suele dar sus paseos nocturnos por las calles de la ciudad y del descaro con que se ofrecía a las miradas del público en estos mismos baños.

- ¡Qué absurdo y qué maldad! -me respondió don Antonio- Insoportable me es la calumnia, aun cuando se dirija a personas que han desaparecido siglos ha del teatro del mundo. María Padilla, si he de decir verdad, es uno de mis personajes históricos favoritos. El amor desinteresado que profesaba a Pedro le hizo llevar con paciencia la nota de concubina, siendo, como lo era, la verdadera y legítima reina de Castilla. Poco después de su muerte, se presentaron a las Cortes de Sevilla las pruebas más indudables de este casamiento, y nadie negaría hoy este hecho, si su autenticidad no hubiera puesto tan grave obstáculo a la usurpación de Enrique. En galardón de sus virtudes y padecimientos, la Providencia le ahorró el pesar de presenciar los últimos años del reinado de Pedro y la humillación de postrarse a los pies del asesino de su marido, por más que los romances digan lo contrario. Pedro casi tuvo la suerte que merecía, y, con todo eso, no faltan motivos que excusan en cierto modo su tiranía. Era niño cuando ocupó el trono, y desde el principio alzáronse y lidiaron entre sí dos facciones que querían hacerlo víctima de su ambición. Su infame y perversa madre exasperó su índole, de suyo violenta, y la convirtió en descubierta ferocidad. La turba de bastardos de Pedro no estaban lejos de merecer la muerte que les dio el frenético tirano, y, con todo, María, a quien ellos aborrecían, hizo cuanto pudo por salvarlos. Grande debió de ser el poder de sus gracias, pues que enfrenaron durante toda su vida a un hombre de tan desbocadas pasiones. Mas Pedro, que, en la fiebre de la juventud y seducido por los protervos rivales de María, trató muchas veces de romper los lazos que a ella lo ligaban, volvía de nuevo a ella, declarando que era la más amable de las mujeres. ¿Veis aquella hermosa galería, sostenida en grupos de pequeñas columnas, que pasa sobre los muros de la ciudad, al fin de estos jardines?

 
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