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La oposición a confiar el mando y
formación de ejércitos españoles a oficiales ingleses, no
puede nacer más que de uno de estos dos principios: de un ciego y tenaz
orgullo, o de un deseo secreto de que la contienda actual acabe en favor de los franceses. De ambas cosas hay mucho en España; de los primeros se puede esperar que cedan; pero en vano se predicará a los segundos. Digo que se puede esperar algo de los que se hallan poseídos de ese orgullo mal entendido; porque siendo como los supongo, de buena fe, es imposible que no conozcan el sacrificio que están haciendo del infeliz pueblo español por sostener este puntillo. Verán, si se paran un momento, que los ejércitos españoles han pasado de unas manos en otras, y que han ido de mal en peor; verán que si pueden echar la vista sobre un oficial, general u otro en quien se pueda tener confianza, éstos no pueden hacer nada por sí solos, y puestos al frente se hallarán sin nadie de quien fiarse; verán que en nada se degrada el nombre español por poner extranjeros a organizar y mandar sus ejércitos; que bajo extranjeros han servido con honor repetidas veces; que bajo extranjeros hay menos riesgo de que se levante un general que aspire a la tiranía, y se acordarán de que para liberarse de este peligro ponían sus ejércitos al mando de extranjeros casi todas las repúblicas antiguas de Italia; verán que de nadie se puede fiar mejor la causa de España contra los franceses, que del gobierno inglés, a quien nadie excede en interés de que los franceses no venzan; verán que es odiosa, baja, y malnacida esa emulación de una nación amiga que ha hecho los sacrificios más generosos por España, y que ha mostrado al mundo cuáles son sus principios en la conducta noble que ha mantenido siempre y mantiene en Portugal. Verán, en fin, que aun cuando se pudieran suponer miras interesadas en los ingleses, la emulación y los celos mal encubiertos sólo podrían darles pretextos plausibles para no guardar consideraciones con España, y venir a hacer por propia seguridad y defensa lo que jamás pensaran, estando seguros de la cordialidad de sus aliados. A los enemigos de los ingleses, por
arraigado galicismo, no hay que esperar convencerlos en esta materia. Estos no
hacen más que repetir sordamente lo mismo que tantas veces ha proclamado Bonaparte: que los ingleses sólo pretenden ver lo que pueden sacar de la península después de haber sostenido la guerra a costa de sus habitantes. Si oyera Vd. como yo he oído a los ecos de estos caballeros. Los ingleses nada han hecho; ni los ejércitos que han mandado; ni los millones que han gastado en armas, municiones, y pertrechos de guerra; ni las batallas que han ganado, sin auxilio de nadie, en la misma península; ni la continuación de estos socorros, por unánime consentimiento de ambos partidos del Parlamento; todo es nada. En vano Sir John Moore salva las Andalucías de las manos de Bonaparte; en vano, con su sangre y la de miles de sus compatriotas, salva la causa de España que iba a perecer entrando Bonaparte en Cádiz; en vano Lord Wellington vence en Talavera, a la vista de Cuesta y su ejército; más en vano se sacrifica el ejército de Graham bajo las murallas de Cádiz, y entra en ellas cubierto de gloria: cada uno de estos servicios es una espina más que les hace intolerables los ingleses. Sir John Moore, para ellos, no hizo más que retirarse; Lord Wellington no quiso seguir, y el general Graham no obedeció a La Peña. |
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de José María Blanco White
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