Ya veo que Vd. se va cansando de mi
arenga, y que con razón me dice que la gente a quien yo me dirijo no la
necesita. Así es verdad, amigo: el pueblo de España jamás
ha tenido la mitad de las preocupaciones que tienen los que lo dirigen. El pueblo español haría todos los sacrificios posibles, y los haría gustoso, correría a alistarse en los ejércitos, y pelearía con entusiasmo siempre que se le diesen oficiales y generales de quienes tuviera confianza. Si se quiere ver de parte de quién está la oposición a esta medida, absolutamente necesaria en el estado presente de las cosas, fácil, muy fácil es la prueba. Concédase al gobierno inglés que mande oficiales de su confianza a Galicia y Asturias para que recluten gente, y se verá como todo el mundo se da prisa a alistarse por soldado. Los pobres pueblos discurren poco, pero ven y sienten; y para conocer la inmensa diferencia de un ejército organizado por ingleses, y otro de que cuidan los empleados del gobierno español, no es menester más que tener ojos. En el uno se ayuna un mes, por un día que se come mal; en el otro rara vez faltan provisiones para hacer una comida mejor que la que los soldados tendrían si estuvieran en su casa. Un regimiento español es una ropavejería andando; un regimiento bajo oficiales ingleses parece todo compuesto de oficiales, según la decencia de los vestidos. Y esto no se debe atribuir al carácter particular del soldado inglés, porque lo mismo se ve en los portugueses, hoy día. ¿Puede el pueblo dudar de esto? Imposible, el pueblo español está convencido y pronto. La dureza de corazón está más arriba.
Yo no extrañaría, ni
culparía esta especie de puntillo nacional al principio de la guerra. Los
españoles empezaron de un modo tan noble y superior, que hubiera sido
delirio aconsejarles que se pusiesen en otras manos, después de la batalla de Bailén y el primer sitio de Zaragoza. Hubiera sido igualmente imposible que imprudente el quererles convencer entonces de que sus victorias habían nacido sólo de su valor individual, y de la disposición en que se hallaban los franceses; y que al punto que tuviesen que contender de modo que la táctica y disciplina entrasen en la cuenta, perderían infaliblemente cuantas acciones aventurasen. Pero el tiempo que ha pasado, y el sin número de gente y armas, que han perdido, el modo con que poco a poco, aunque sin interrupción, han sido acorralados en dos o tres puntos de España, demuestra que no hay que esperar nada de sus actuales ejércitos, y ni de los que se formen bajo el mismo pie. ¿Y es posible que un hombre de buena razón como Blake sea el que se oponga más a la única medida que conviene a España, y por la que clama la experiencia más palpable? ¿No bastan las derrotas de Espinosa, Tudela, Medellín, Belchite, Almonacid, Ocaña, las expediciones desgraciadas de Moguer y Tarifa, la dispersión de Mendizábal, las entregas de Olivenza, Badajoz, y Campomayor, en fin, el diario de las operaciones de España; no basta esto para que Blake, y los que piensan como este general abran los ojos, y conozcan que las mismas causas deben producir los mismos efectos; y que si él no ha podido organizar los ejércitos de su mando, con todos sus conocimientos y buen deseo, mal podrá organizarlos valiéndose de otros que probablemente carecerán o le serán inferiores en ambas cualidades?