Había una vez un gentilhombre que se casó en
segundas nupcias con una mujer que era la más altanera y soberbia que
nunca se hubiera visto. Tenía esta mujer dos hijas de su mismo
carácter y que se le parecían en todo. El marido también
tenía una hija, por su parte, pero de una dulzura y una bondad sin par,
heredadas de su madre, que había sido la persona más buena del
mundo.
En cuanto se celebraron las bodas, la madrastra dio libre curso
a su mal humor. No pudo soportar las buenas cualidades de la muchacha, que
hacían aún más odiosas a sus hijas. Le encargó las
más viles ocupaciones de la casa: era ella quien limpiaba la vajilla y
las escaleras, la habitación de la señora y las de sus
señoritas hijas; dormía en un desván en lo alto de la casa,
sobre un miserable jergón, mientras que sus hermanas vivían en
habitaciones de pisos entablados, tenían lechos muy a la moda y espejos
en los que se veían de pies a cabeza. La pobre muchacha sufría
todo pacientemente y no se atrevía a quejarse a su padre, pues
éste, que se hallaba enteramente sometido a su esposa, la
regañaría.
Cuando terminaba sus trabajos iba a sentarse sobre las cenizas
en un rincón de la chimenea. por lo que en la casa se la llamaba
comúnmente Culigrís. La menor de sus hermanas, que no era tan
grosera como la mayor, la llamaba Cenicienta. Sin embargo, a pesar de sus pobres
vestidos, no dejaba por eso de ser cien veces más linda que sus hermanas,
aunque éstas vistieran espléndidamente.
Sucedió que el hijo del rey dio un baile al que
invitó a todas las personas de calidad y también a nuestras dos
señoritas, ya que eran grandes figuras del lugar. Helas allí pues
muy contentas y ocupadas, eligiendo los vestidos y peinados que mejor les
sientan: un nuevo pesar para Cenicienta, porque era ella quien planchaba la
lencería de sus hermanas y la que daba forma a sus mangas. Ellas
sólo hablaban de la manera cómo se vestirían.