Cenicienta fue a sentarse junto a sus hermanas y las
agasajó de mil maneras, compartiendo con ellas las naranjas y limones que
el príncipe le había dado, todo lo cual les asombró mucho,
pues no la conocían.
Mientras charlaban, Cenicienta oyó tocar las doce menos
cuarto. Hizo entonces una gran reverencia y se fue lo más rápido
que pudo.
Cuando llegó a su casa fue a vera su madrina y,
después de agradecerle, le dijo que tenía muchos deseos de ir el
baile también la noche siguiente, pues el hijo del rey se lo había
rogado.
Mientras contaba a su madrina todo lo que había
acontecido en el baile, llegaron las dos hermanas y Cenicienta fue a
abrirles.
-¡Cuánto tardaron en volver! -les dijo bostezando,
frotándose los ojos y estirando los brazos, como si acabara de
despertarse, aunque no había sentido ninguna gana de dormir desde que se
habían separado.
-Si hubieras venido al baile -le dijo una de sus hermanas- no
te habrías aburrido: vino la princesa más bonita que pueda verse.
Fue amabilísima con nosotras y nos dio naranjas y limones.
Cenicienta no cabía en sí de alegría; les
preguntó el nombre de la princesa, pero ellas le dijeron que no lo
sabían, que el hijo del rey estaba muy intrigado y que daría
cualquier cosa por saber quién era. Cenicienta sonrió y les
dijo:
-¿Era tan bonita? ¡Dios mío, qué
felices son ustedes! ¿No podría verla? ¡Ay!, señorita
Javotte, présteme su vestido amarillo, ese que lleva todos los
días.