Cuando llegó el día, las
macizas puertas del arco que daban entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero apareció en el umbral, con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.
Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.
-¿Quién habita en esta casa?
¿Como se llama ella?, ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal - ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarlo un buen espacio de tiempo con ojos espantados e estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
- En esta casa vive el muy honrado señor don Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor, el rey y que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
- Pero, ¿y su hija? - interrumpió el joven impaciente -¿y su hija, o su hermana, o su esposa, o lo que sea?
- No tiene ninguna mujer consigo.
- ¡No tiene ninguna! ... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?.
-¿Allí?. Allí duerme
mi señor don Alonso, que como se halla enfermo, mantiene encendida su
lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.