La medianoche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba va en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve, ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda, había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!. . .
¡En este sitio!... ¡A estas horas! Ésa, ésa es la mujer que yo busco -exclamó- Manrique; y se lanzó en su seguimiento rápido como una saeta.