Voy a contaros una historia que me contaron a mí cuando era niño. Cada vez que la recuerdo me parece más atractiva, pues con las historias ocurre lo mismo que con ciertas personas: mejoran con la edad.
Doy por supuesto que alguna vez
habéis estado en el campo y visto una viejísima granja con techo de paja invadido por musgo y con un nido de cigüeña, pues sin la cigüeña no se concibe. Las paredes de la casa son un tanto inclinadas y las ventanas bajas, y sólo una de ésta es practicable. El horno para cocer el pan sobresale del muro, y al pie de la empalizada, bajo las ramas de un saúco, se ve un pequeño estanque en el cual chapotean unos patos. Hay también un perro, que ladra a todos los que se acercan a la casa.
Una granja exactamente así
había en el campo, y en ella habitaba un viejo matrimonio de paisanos. Su
heredad era pequeña, pero había en ella algo de lo cual podían prescindir: un caballo que vivía de la hierba crecida al borde del camino. El viejo paisano se servía del caballo para ir al pueblo, y más de cuatro veces sus vecinos se lo pedían prestado, tras lo cual agradecían a la pareja con algún favor o servicio. Pero los dos viejos pensaron que sería mejor vender el animal o cambiarlo por algo más útil. El problema era: ¿qué podría ser ese algo más útil?
-Tú sabes lo que más
conviene, viejo -dijo la mujer-. Hoy es día de feria, de manera que podrías irte al pueblo en el caballo y venderlo, o hacer un trueque conveniente. Lo que tú hagas estará bien para mí. Vete, pues, a la feria.
Y le acomodó el pañuelo
alrededor del cuello, pues eso sabía hacerlo ella mejor que él; luego le limpió de polvo el sombrero con la palma de la mano, y le dio un beso. Y el viejo partió en el caballo destinado a ser vendido o cambiado por alguna otra cosa. Y él sabía bien lo que tenía entre manos.