El hombre de la oveja no se hizo rogar, y así se cerró el trato. Y nuestro paisano siguió camino llevando su oveja.
No tardó en cruzarse con otro individuo, que llegó al camino procedente de un campo, y que traía un ganso de buen tamaño bajo el brazo.
"Ese animal estará muy bien
-se dijo- chapoteando en el agua junto a nuestra casa. Le vendrá de perilla a mi vieja. Ella sabrá cómo aprovecharlo; muchas veces la he oído decir: «¡Siquiera tuviésemos un ganso!» Ahora es la ocasión de que tenga uno". Y dirigiéndose al hombre le dijo:
-¿Cambiamos? Te daré mi oveja por tu ganso, y todos contentos.
El otro no opuso la menor objeción. Y dicho y hecho: cambiaron de animal, y el paisano quedó dueño del ganso.
Para entonces ya estaba cerca del pueblo,
y cada vez se veía más gente en el camino, tanto que era ya una verdadera aglomeración de hombres y ganado. Avanzaban por el camino, junto a las empalizadas, y al llegar a la barrera aún se internaban en un campo de papas propiedad del guardián que cobraba el derecho de paso. El guardián tenia allí una gallina que se pavoneaba con un cordel atado a una pata, para evitar que se espantara de la muchedumbre y se perdiera. La gallina parpadeaba con ambos ojos y parecía muy ladina. "Cloc, cloc", decía, y yo no podría traducir esas palabras, pero lo que se dijo el paisano fue:
"Esa es la más hermosa gallina
que he visto en mi vida. Más hermosa que la clueca de nuestro
párroco. Palabra que me gustaría tener esa gallina. Siempre
encontraría unos granos para comer, y se mantendría casi por
sí misma. Sería un buen negocio si pudiera obtenerla a cambio de
mi ganso.