El soldado permaneció allí,
entre las brasas, iluminado por las llamas y circundado por el calor mas horrible, aunque no habría podido decir si aquel calor provenía del fuego material o de sus propios sentimientos. Había perdido todos sus alegres colores, tal vez como consecuencia de su peligroso viaje, quizá por la pena. ¿Qué importaba?
Volvió a mirar a la muchachita, y ella volvió a mirarlo, y el soldado sintió que se estaba derritiendo, pero logró aún mantenerse firme, fusil al hombro.
Súbitamente se abrió una
puerta, y la corriente de aire que se produjo arrebató a la pequeña bailarina, la hizo revolotear en el espacio como una sílfide y luego la arrojó directamente al fuego, junto al soldadito. Una pequeña llamarada, y todo el cuerpo de la joven desapareció.
Para entonces el soldado estaba reducido a un mero bulto. Cuando la sirvienta retiró las cenizas a la mañana siguiente lo encontró en forma de un diminuto corazón. Todo lo que quedaba de la bailarina era su lentejuela, y ésta tan quemada y tan negra como uno de los tizones de la chimenea.