Adelante, adelante, soldado que no puedes la muerte rehuir.
Por último el papel cedió del todo, y el soldado se precipitó hacia el fondo. Y en el mismo instante fue devorado por un gran pez.
¡Qué oscuro estaba el
interior de aquel monstruo! Era aún peor que el túnel. ¡Y
qué estrecho! Pero el soldadito de plomo seguía tan
impávido como siempre, tendido a todo lo largo, fusil al
hombro.
De pronto el pez dio un brusco salto, al
cual siguieron los más frenéticos movimientos. Y finalmente quedó inmóvil. Cierto tiempo después, un resplandor como el de un relámpago llegó hasta el soldado. Se encontró una vez más a la luz del día, y oyó a alguien que exclamaba en voz alta:
-¡Miren! ¡Un soldado de plomo!
El pez había sido pescado, llevado
al mercado, vendido, y traído a la cocina, donde la cocinera lo abrió con un largo cuchillo. La mujer tomó al soldadito con dos dedos y lo llevó a la sala, donde todos querían ver al maravilloso militar que había viajado en el estómago de un pez. Lo pusieron sobre una mesa, y -¡asombro de los asombros!- se encontró en la misma habitación en que había estado antes. Vio a los mismos niños, y los mismos juguetes sobre la mesa, y también el hermoso castillo con la linda bailarina en la puerta.
La joven seguía
manteniéndose sobre un pie, con la otra pierna en el aire. Tampoco ella había cambiado de posición. El soldado se sintió tan conmovido que estuvo a punto de derramar lágrimas de plomo, pero eso no hubiera sido propio de su condición. La miró, y ella lo miró, ambos sin decir una palabra.
En ese momento uno de los niños
tomó al soldado y, sin razón ni motivo alguno, por puro capricho, lo arrojó al fuego. No hay duda de que el pequeño diablo negro de la caja de rapé fue quien tuvo la culpa.