-¿Tienes pasaporte? -inquirió-. A ver tu pasaporte.
El soldado de plomo no dijo nada, pero
aferró su fusil con más fuerza. El barco pasó de largo,
pero con la rata detrás, muy cerca. ¡Oh, cómo rechinaba los
dientes y gritaba: "¡Párenlo! ¡Párenlo! ¡No
ha pagado derechos! ¡No tiene pasaporte!"
Pero la corriente se hacía
más y más fuerte. El soldado ya no alcanzaba a ver la luz del día al final del túnel. En cambio, empezó a percibir un rumor como un rugido, capaz de infundir miedo aún en el corazón más templado. Porque allí donde terminaba el túnel, la corriente se precipitaba en el gran canal, y aquello era tan peligroso para él como para nosotros el zambullirnos en una catarata.
Luego empezó a llover, y las gruesas gotas menudearon más y más hasta convertirse en una tormenta. El aguacero cesó por fin, y dos muchachos de la calle pasaron por la acera.
Y estaba ya tan cerca de la salida que era
imposible detenerse. El barco se precipitó en un envión final, y el pobre soldado de plomo se mantuvo en su posición de firme, todo lo rígido que pudo. Nadie podría haber insinuado que pestañeó siquiera.
El barco describió dos o tres
círculos y se anegó hasta la borda; se hundiría sin remedio. El soldado de plomo, con el agua al cuello, seguía de pie, mientras el buque se iba a fondo con rapidez creciente. El papel se fue empapando más y más, y por fin el agua cubrió la cabeza del soldado. El recordó a la bonita bailarina a quien ya no volvería a ver más, y en sus oídos resonó un viejo estribillo: