"Sería la esposa más
adecuada para mí -pensó-. Pero ella es demasiado elevada. Vive en un palacio, en tanto que yo sólo tengo una caja, y eso en común con otros veinticuatro congéneres. No, aquí habría lugar para ella. Pero tengo que tratar de relacionarme".
Y el soldado se tendió
detrás de una caja de rapé que había también sobre la mesa. Desde allí podía observar cómodamente a la damisela, que seguía siempre en un solo pie sin perder en absoluto el equilibrio.
Más tarde, cuando la gente de la
casa se retiró a dormir, los otros soldados fueron guardados en su caja. Era la hora en que los juguetes juegan, y se divierten visitándose unos a otros; librando batallas o dando bailes. Los soldados de plomo se aburrían en su caja, deseando poder participar del recreo general, pero sin lograr levantar la tapa. Los cascanueces daban saltos mortales, y el lápiz garabateaba disparates en la pizarra. El ruido era tanto que el canario se despertó y se reunió a la algazara, pero en verso. Y los únicos dos que no se movieron fueron el soldado de plomo y la pequeña bailarina. Ella permanecía tan rígida como de costumbre, sobre la punta de un pie y con los brazos extendidos. Y él, igualmente firme en su única pierna, sin apartar los ojos de su amor ni por un momento.
Entonces el reloj dio las doce... y
¡plop!, la tapa de la caja de rapé se abrió, levantándose bruscamente. Y dentro de la caja no había rapé. Nada de eso. Había un pequeño diablo negro, con un resorte, pues se trataba de una cajita de sorpresas.
-Soldado de plomo -dijo el diablo-, haz el favor de tener más cuidado con lo que miras.
Pero el soldadito de plomo fingió no haberlo oído.
-¡Ah!, ¿sí? Pues entonces espera hasta mañana -amenazó el diablo.
Por la mañana, cuando los
niños se levantaron, colocaron al soldadito en el antepecho de la ventana. Y ya fuera por influencia del diablo negro o por una ráfaga de viento -yo no lo sé- de pronto se abrió la ventana y el soldadito cayó cabeza abajo desde el tercer piso.