El hombre se mostró muy dispuesto a informarme, y tanto que la conversación, una vez empezada, se convirtió en un monólogo. Hablaba como quien se sabe las cosas de memoria porque las ha discutido consigo mismo muchas veces. Habló por cerca de una hora, y debo confesar que se me hizo algo pesado el escucharle. Pero, a través de toda la conferencia, aparecía el tonito de la satisfacción que uno siente cuando da a conocer su propia obra. En aquella primera conversación alcancé a vislumbrar muy poco de la substancia de sus trabajos. La mitad de sus palabras eran tecnicismos enteramente extraños para mí, é ilustró uno o dos puntos con lo que se complacía en llamar matemáticas elementales, trazando cifras en un sobre con un lápiztinta, en una forma que hacía difícil hasta aparentar que se le entendía. "Sí" -le decía yo - "¡Sí, continúe usted!" Sin embargo, comprendí lo suficiente para convencerme de que no tenía en mi presencia a un maniático que jugara a los descubrimientos. No obstante su aspecto de loco, había en sus razonamientos una fuerza que desterraba luego esa idea. Fuera lo que fuera, su obra tenía posibilidades mecánicas. Me habló de un taller en que trabajaba, y de tres ayudantes, de diferentes oficios, pero adiestrados por él para sus trabajos. Y todos sabemos que del laboratorio de experimentos a la oficina de patentes no hay más que un paso. Me invitó a ver todas aquellas cosas.
Yo acepté inmediatamente, y tuve el cuidado de subrayar mi aceptación más adelante, con una o dos observaciones. La proposición de traspaso de la casa quedó, muy acertadamente, en suspenso.
Por último, se levantó para retirarse, pidiendo disculpa por lo largo de su visita: hablar sobre sus trabajos era, me dijo, un placer de que gozaba muy pocas veces; no encontraba a menudo un oyente tan inteligente como yo; sus relaciones con hombres profesionales en ciencias eran muy escasas.
- ¡Hay tanta pequeñez! - explicó,- ¡tanta intriga! Y realmente, cuando uno tiene una idea... una idea nueva, fertilizadora... No deseo ser poco benévolo, pero...
Yo soy hombre que creo en los impulsos. En ese instante hice a mi interlocutor una proposición quizás atrevida; pero debe recordarse que hacía catorce días que me hallaba solo en Lympne, escribiendo un drama, y mi pesar por la pérdida que le había hecho sufrir en sus hábitos me mortificaba aún.
- ¿Por qué - le dije,- no se haría usted de esto un nuevo hábito, en reemplazo del que yo le he echado a perder? Por lo menos... hasta que podamos arreglarnos sobre la casa. Lo que, desea usted es volver y revolver sus planes en la cabeza; lo ha hecho usted siempre durante su paseo de la tarde. Desgraciadamente, eso se acabó... ahora ya no le es posible a usted volver las cosas a su antiguo estado; pero ¿por qué no habría usted de venir, y hablarme de sus trabajos, emplearme como una especie de pared contra la cual podría arrojar usted sus ideas para recogerlas otra vez? Es un hecho que yo no sé lo suficiente de los proyectos de usted para robarle su idea... y no tengo relación con ningún hombre de ciencia.
Me detuve : él reflexionaba. Evidentemente, la proposición lo atraía.
-Pero temo que sea demasiada molestia para usted, dijo.
-¿Cree usted que no podré comprender?
-¡Oh, no! Pero tecnicismos...
-Sea, como sea, hoy me ha interesado usted inmensamente.
- Claro está que eso sería para mí una gran ayuda. Nada le aclara a uno tanto las ideas como, explicarlas. Hasta ahora...
- Mi estimado señor, no diga usted más .
- Pero ¿puede usted, realmente, disponer de tiempo ?
- No hay descanso comparable al cambio, de ocupación - dije, convencidísimo.
El asunto estaba arreglado. Ya en las gradas de mi terraza se dio vuelta.
- Le soy deudor, caballero, por un gran favor que me ha hecho - dijo.
Yo dejé escapar un sonido interrogador.
- Me ha curado usted de ese ridículo hábito de soplar - explicó.
Creo que le contesté que me, alegraba de haberle servido en algo, y se marchó.
El curso de ideas que nuestra conversación había reanudado, debió reasumir inmediatamente su ordinaria vía, pues los brazos de mi visitante empezaron a agitarse como antes, y la brisa me trajo el débil eco del zuzuú...
¡Qué diantre! Al fin y al cabo, aquel no era asunto mío.
Volvió al día siguiente, y al otro día, y me dio dos conferencias sobre física; con mutua satisfacción. Hablaba con una expresión que denotaba extrema lucidez, de "éter y tubos, de fuerza," y "gravitación potencial," y cosas, como esas, y yo sentado en la otra silla de tijera, le decía "Sí", "Adelante," "Sigo lo que usted me explica," para hacerle continuar.
El tema era tremendamente difícil, pero no creo que llegara a sospechar hasta que extremo no le entendía. Había momentos en que dudaba de si estaba empleando bien mi tiempo, pero, de todos modos descansaba de mi engorroso drama. De vez en cuando, algo brillaba un momento con claridad ante mi mente, pero sólo para desvanecerse precisamente cuando creía tenerlo seguro. A veces, mi atención decaía totalmente, dejaba de escucharle, y me ponía a contemplarle y a preguntarme si, en resumen, no sería mejor utilizarle como figura central de un buen sainete, y dejar perder todo lo hecho ya del drama. Y luego, al acaso, volvía a entender fragmentos de lo que me decía.
En la primera oportunidad fui a ver su casa. Era espaciosa y en la clase y disposición de los muebles se notaba negligencia; no había más personas para el servicio que sus tres ayudantes, y su alimentación y demás detalles de su vida estaban caracterizados por una filosófica sencillez. Bebía sólo agua, era vegetariano, y en todo aquello estaba sujeto a una disciplina lógica. Pero la vista a sus materiales de trabajo ponía fin a muchas dudas: aquello parecía en verdad un taller y un laboratorio, desde el sótano hasta las bohardillas; era asombroso encontrar un lugar como aquel en una aldea extraviada. Las habitaciones del piso de abajo contenían bancos y aparatos; el horno y todo el local de la panadería se habían convertido en respetables hornallas, el sótano estaba ocupado por unos dinamos, y en el jardín había un gasómetro. Me lo enseñó con toda la confiada verbosidad de un hombre que ha vivido solo durante mucho tiempo. Su anterior aislamiento le hacía desbordarse en un exceso de confianza, y yo tuve la buena suerte de ser el recipiente de ella.
Los tres ayudantes eran buenos ejemplares de la clase de "hombres útiles" de la cual procedían, conscientes aunque ininteligentes, vigorosos, atentos y de buena voluntad. Uno de ellos, Spargus, que tenía, a su cargo la cocina y todo el trabajo en metales, había sido marinero; el segundo, Gibbs, era un carpintero ensamblador, y el tercero había sido jardinero a ratos y entonces ocupaba el puesto de ayudante general. Los tres no eran otra cosa que peones; todo el trabajo que requería inteligencia lo hacía Cavor. La ignorancia de los tres sobre lo que éste hacia era la más profunda, aun comparada con la confusa impresión que Yo tenía de ello.
Ahora, hablemos de la naturaleza de esas investigaciones. Aquí, desgraciadamente, encuentro una grave dificultad. Yo no soy entendido en ciencias, y si fuera a exponer en el lenguaje altamente científico del señor Cavor el objetivo a que tendían sus experimentos, temo que no sólo confundiría al lector sino también que me confundiría yo, y es casi seguro que diría algún disparate, conquistándome las burlas de todos los estudiantes del país enterados de los progresos de las matemáticas físicas. Creo, por lo tanto, que lo mejor que puedo hacer es presentar mis impresiones en mi propio lenguaje inexacto, sin tentativa alguna de vestirme con ropajes de conocimientos que no tengo por qué tener.