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El sol se había puesto, el cielo estaba límpido, de color verde amarillo, y sobre ese fondo apareció, negra, la singular figura.

Era un hombrecillo de baja estatura, redondo de cuerpo, flaco de piernas, con algo de inquieto en sus movimientos, y se le había ocurrido envolver su extraordinaria inteligencia con una gorra de cricket, un sobretodo, pantalón corto y medías de ciclista. Ignoro por qué lo haría, pues nunca iba en bicicleta ni jugaba cricket; tal concurrencia fortuita de prendas de vestir se había presentado no sé cómo. Gesticulaba y movía las manos y los brazos, sacudía la cabeza y soplaba. Soplaba como algo eléctrico. Nunca ha oído usted soplar así. Y de rato en rato se limpiaba el pecho con un ruido el más extraordinario.

Había llovido ese, día, y su espasmódico andar se acentuaba por lo muy resbaladizo que estaba. el suelo. Exactamente al llegar al punto en que se interponía entre mis ojos y el sol, se detuvo, sacó el reloj, y vaciló. Después, con una especie de movimiento convulsivo, se dio vuelta y se retiró, dando muestras de estar de prisa, sin gesticular, sino a zancadas largas que mostraban el tamaño relativamente grande de sus pies: recuerdo que el barro adherido a su calzado lo aumentaba grotescamente.

Esto ocurrió el primer día, de mi residencia en Lympne, cuando mi energía de dramaturgo estaba en su apogeo, y consideré el incidente sólo como una distracción fastidiosa, como un desperdicio da cinco minutos. Volví a mi escenario; pero, cuando al día siguiente, la aparición se repitió con precisión notable, y otra vez al otro día, y, en una palabra, cada tarde que no llovía, la concentración de mi mente en el escenario llegó a ser un esfuerzo considerable. "¡Mal haya el hombre! - me decía. - Se creería que estudia para marionette" ; y durante varias tardes lo maldije con todas mis ganas.

Después al fastidio sucedieron en mi el asombro y la curiosidad. ¿Por qué, al fin y al cabo, haría eso aquel hombre? A los catorce días ya no pude contenerme, y tan pronto como el sujeto apareció, abrí la puertaventana, crucé la terraza y me dirigí al punto en que invariablemente se detenía.

Cuando llegué había sacado ya el reloj. Tenía una cara ancha y rubicunda, con unos ojos pardos rojizos: hasta entonces no le había visto sino contra la luz.

- Un momento, señor - le dije, cuando se daba vuelta.

El me miró.

- ¿Un momento? - dijo,- con mucho gusto. 0 si desea usted hablarme más detenidamente, y no le pido a usted demasiado (el tiempo de usted ha de ser precioso), ¿ le molestaría a usted acompañarme?

- Nada de eso - le contesté, colocándome al su lado.

- Mis costumbres son regulares; mi tiempo para la sociedad... limitado.

-¿Esta es, supongo, la hora de usted para hacer ejercicio?

-Esta es. Vengo aquí para gozar de la puesta de sol.

-Y no goza usted de ella.

-¿Señor?

-Nunca la mira usted.

-¿Nunca la miro?

- No. Le he observado a usted trece tardes, y ni una, vez ha mirado usted la puesta del sol... ni una.

El hombre arrugó el entrecejo, como alguien que tropieza con un problema.

-Pues... gozo de la luz del sol... de la atmósfera... camino por esta, senda, entro por esa empalizada...- sacudió la cabeza hacia un lado por sobre el hombro - y doy la vuelta.

- No hay tal cosa. Nunca. ha estado usted allí; Todo eso es palabrería. No hay camino para entrar. Esta tarde, por ejemplo...

- ¡Oh, esta tarde! Déjeme usted recordar. ¡Ah! Acababa de mirar el reloj, vi que había estado afuera exactamente tres minutos más que la precisa media hora, me dije que no tenía tiempo de dar el paseo, me volví...

- Siempre hace usted lo mismo.

Me miró, reflexionó.

-Quizás sea como usted dice... ahora pienso en ello... Pero ¿de qué quería usted hablarme?

-¡Cómo!... ¡De eso!

- ¿De eso?

-Sí. ¿Por que hace usted eso? Todas las tardes viene usted haciendo un ruido...

-¿Haciendo un ruido?

-Así.

E imité su soplido.

Me miró, y era evidente que el soplido despertaba desagrado en él.

-¿Yo hago eso ?- preguntó.

-Todas las tardes de Dios.

-No tenía idea de ello.

Se detuvo de golpe, me miró.

-¿Será posible - dijo,- que, me haya criado una costumbre?

-Pues... así lo parece. ¿No cree usted?

Se tiró hacia abajo el labio inferior, con el dedo pulgar y el índice, y contempló un montón de barro a sus pies.

-Mi mente está muy ocupada -dijo.- ¿Y quiere usted saber por qué? Pues bien, señor, puedo asegurarle a usted que no solamente no sé por qué hago esas cosas, sino que ni siquiera sabía que las hiciera. Ahora que pienso, veo que, es cierto lo que usted decía: nunca he pasado de este sitio... ¿Y estas cosas le fastidian a usted?

 
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