-¿La Halbrane, señor Jeorling? Seguramente llegará hoy, me respondía; y si no es hoy, será mañana. Algún día será, ¿no es cierto?... Que será la víspera de aquel en que el pabellón del capitán Len Guy se despliegue ante Christmas-Harbour.
Para aumentar el campo de vista, yo no hubiera tenido más que subir al Table-Mount. Por una altura de mil doscientos pies se obtiene una extensión de treinta y cinco millas, y tal vez, aun al través de la bruma, la goleta sería vista veinticuatro horas antes. Pero sólo un loco hubiera podido pensar en subir a aquella montaña, cubierta aun de nieve desde las laderas a la cúspide.
Recorriendo las playas, a veces ponía en fuga a gran número de anfibios, que se sumergían en las aguas nuevas. En cuanto a los pingüinos, impasibles y pesados, no desaparecían cuando yo llegaba. A no ser por el aire estúpido que los caracteriza, se vería uno tentado a dirigirles la palabra, a condición de hablar en su lengua gritona y ensordecedora. Respecto a los petrales negros, a los pufinos negros y blancos, a los colimbos y las cercetas, huían en seguida.
Un día asistí a la partida de un albatros, que los pingüinos saludaron con sus mejores graznidos, como a un amigo que, sin duda, les abandonaba para siempre. Estos poderosos volátiles pueden hacer jornadas de doscientas leguas sin descansar un instante, y con tal rapidez que recorren grandes espacios en algunas horas.
El albatros, inmóvil sobre elevada roca, en el extremo de la bahía de Christmas-Harbour, miraba al mar que la resaca empujaba violentamente contra los escollos.
De repente el pájaro se elevó con rápido arranque, con las patas replegadas y la cabeza alargada como la parte saliente de un navío, exhalando su agudo graznido, y algunos instantes después, reducido a un punto negro en el vacío, desaparecía tras las brumas del Sur.