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-Nos ha dado también con qué sentarnos- exclamó Fenimore Atkins lanzando una carcajada;- y, por esto, desde hace quince años yo estoy cómodamente sentado en Christmas-Harbour, donde me he casado, y mi compañera Betsey me ha gratificado con diez hijos, que a su vez me gratificarán con nietos, los que se encaramarán por mis pantorrillas como gatitos pequeños.

-¿Y no volverá usted nunca a su país natal?

-¿A Baltimore? ¿Qué haría allí? ¿Qué hubiera hecho? Luchar con la miseria... No... Aquí, en las islas de la Desolación, donde jamás he tenido ocasión para desesperarme, tengo asegurado el porvenir para mí y los míos.

-Lo felicito a usted, Atkins, porque es usted feliz. No obstante, no es imposible que algún día se apodere de usted el deseo...

-¿De trasplantarme, señor Jeorling? Se lo he dicho a usted: soy una encina..., e intente usted trasplantar una encina que esté hundida hasta la mitad del tronco en la tierra de las Kerguelen.

Daba gusto oír al digno americano, aclimatado de tal modo a este archipiélago, y tan vigorosamente templado por la rudeza de su clima. Vivía allí, con su familia, como los pájaros bobos en sus rookerys, familia compuesta de la madre, valerosa matrona, y los hijos robustos, de floreciente salud e ignorando lo que son anginas o dilataciones del estómago. El negocio marchaba. El Cormorán Verde gozaba de gran fama y contaba con la parroquia de todos los barcos, balleneros o no, que hacían escala en las Kerguelen. Les proveía de sebo, de grasas, de alquitrán, de brea, de especias, azúcar, té, conservas, whisky y Ginebra.

Inútilmente se hubiera buscado otra posada en Christmas-Harbour. En lo que se refiere a los hijos de Fenimore Atkins, eran carpinteros, veleros, pescadores, y cazaban anfibios, que perseguían en el fondo de todos los pasos durante la estación cálida. Eran, en suma, bravas gentes que obedecían su destino.

-En fin, Atkins, y para concluir- dije yo- estoy encantado de haber venido a las Kerguelen. Llevaré de ellas un buen recuerdo, aunque no me disguste gran cosa darme de nuevo al mar.

-Vamos, señor Jeorling, un poco de paciencia- respondió el filósofo.- No se debe apresurar ni desear la hora de una separación. Además, no olvide usted que los días hermosos no tardarán en volver. Dentro de cinco o seis semanas...

-Pero entretanto- exclamé,- los montes y las llanuras, las rocas y las playas, están cubiertas de una espesa sábana de nieve, y el sol no tiene la fuerza necesaria para disolver las brumas del horizonte.

-No, señor Jeorling.- Se ve ya apuntar el césped salvaje bajo la blanca cubierta. Mírela usted bien.

-Entre nosotros, Atkins, ¿pretenderá usted que los hielos no se amontonarán en vuestras bahías durante el mes de Agosto, que es el Febrero de nuestro hemisferio Norte?

-Convengo en ello, señor Jeorling. Pero... se lo repito a usted: ¡paciencia! Este año el invierno ha sido dulce. Los barcos aparecerán pronto en el Este o en el Oeste, pues la época de la pesca se aproxima.

-El cielo le oiga a usted, Atkins, y guíe a buen puerto al navío, que no tardará..., la goleta Halbrane.

-Capitán Len Guy- añadió el posadero.- Un valiente marino, aunque inglés (en todas partes hay buena gente), y que se avitualla en el Cormorán Verde.

-¿Cree usted que la Halbrane...?

 
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de Julio Verne

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