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El señor Desirandelle iba y venía de un extremo a otro de la toldilla, paseando su mirada, ya por el puente de Frontignan, ya sobre el malecón, al opuesto lado de la antigua balsa. El retrasado podía, efectivamente, aparecer por este lado, y con algunos golpes de remo, un bote le hubiera conducido a bordo del paquebote.

¡Nadie! ¡Nadie!

- Qué va a decir la señora de Desirandelle!- exclamó su esposo.- ¡Ella, tan cuidadosa de sus intereses!... ¡Y, sin embargo, es preciso que yo la prevenga! Si ese diablo de Dardentor no está aquí dentro de cinco minutos... ¿qué hacer?

La desesperación de aquel hombre divertía a Marcel Lornans y a Juan Taconnat. Era evidente que el Argelés soltaría pronto sus amarras, y si no se prevenía al capitán, y si éste no concedía el tradicional cuarto de hora de cortesía- lo que no se hace cuando se trata de la partida de un paquebote- se partiría sin el señor Dardentor.

Además, la alta presión del vapor hacía ya mugir a las calderas, y el maquinista disponía su máquina y aseguraba el funcionamiento de la hélice.

En este momento, la señora de Desirandelle apareció sobre la toldilla.

Más seca que de ordinario, más pálida que de costumbre, hubiera permanecido en su camarote para no salir en toda la travesía, de no sentir el aguijón de una real inquietud. Presintiendo que el señor Dardentor no estaba a bordo, a despecho de sus angustias quería pedir al capitán Bugarach que esperase al pasajero retrasado.

-¿Y bien?- dijo a su marido.

-¡No ha llegado!- respondió éste.

-No podemos partir antes que Dardentor.

-Sin embargo...

-Ve a hablar al capitán, señor Desirandelle. Ya ves que yo no tengo fuerzas para ir...

El capitán Bugarach, inspeccionándolo todo, dando órdenes a proa y a popa, parecía poco abordable. A su lado, en el puente, el timonel, con los puños sobre la rueda, esperaba una orden para mover el timón.

No era este momento propio para interpelarle, y, sin embargo, bajo el mandato de la señora de Desirandelle, después de haberse izado penosamente por la escalerilla de hierro, el señor Desirandelle se agarró a los montantes del puente cubierto de tela blanca.

 

-¿Capitán?- dijo.

-¿Qué quiere usted?- respondió bruscamente, el amo después de Dios, con voz de trueno.

-¿Piensa usted partir?

-A las tres en punto... Y no falta más que un minuto.

- Pero el caso es que un compañero nuestro de viaje se ha retrasado.

-Tanto peor para él...

-Pero ¿no podía usted esperar?...

-Ni un segundo.

-¡Pero se trata del señor Dardentor!

Y al pronunciar este nombre, el señor Desirandelle creía seguramente que el capitán Bugarach iba a descubrirse primero, a inclinarse en seguida.

-¿ Quién es ese Dardentor?... No le conozco...

-El señor Clovis Dardentor... de Perpignan...

-Pues bien, si el señor Clovis Dardentor, de Perpignan, no está a bordo dentro de cuarenta segundos, el Argelés partirá sin el señor Clovis Dardentor... ¡Arriad a proa!

El señor Desirandelle rodó más bien que bajó la escala, y fue a la toldilla.

-¿Se parte?- exclamó la señora de Desirandelle, mientras sus mejillas, ya pálidas, se enrojecían.

-¡El capitán es un ganso! ¡No quiere oír nada!... ¡No quiere esperar!...

-¡Desembarquemos al instante!

-Señora de Desirandelle, eso es imposible. Nuestro equipaje está en el fondo de la cala.

-¡Digo que desembarquemos!...

-Nuestros asientos están pagados.

Ante la idea de perder el importe de tres billetes de Cette a Orán, la señora de Desirandelle se puso lívida...

-¡La buena señora amaina su pabellón!- dijo Juan Taconnat.

-¡Entonces se va a rendir!- añadió Marcel Lornans.

Rendíase, en efecto; pero no sin lanzar tremendas recriminaciones.

-¡Ah! Ese Dardentor... Es incorregible... Jamás está en el sitio que debe... ¿Por qué ha ido a casa de ese Pigorin, en vez de venir directamente al barco?... Y allá... en Orán, ¿qué haremos nosotros sin él?...

-Le esperaremos en casa de la señora Elissane- respondió el señor Desirandelle-, y se reunirá con nosotros en el próximo paquebote, aunque tenga que ir a tomarle a Marsella.

-¡Ese Dardentor!... ¡Ese Dardentor!... - repetía, la señora, cuya palidez aumentó a las primeras oscilaciones del Argelés.- ¡Ah!... ¡Si no se tratase de nuestro hijo!... ¡De la dicha y del porvenir de Agatocles!...

¿Preocupaban su dicha y su porvenir aquel mozo tan nulo, a aquel minus habens? No había motivo para suponerlo viéndole tan indiferente a la agitación física de sus padres.

En cuanto a la señora Desirandelle, no tuvo más que la fuerza precisa para exhalar estas palabras, entrecortadas por los gemidos:

-¡Mi camarote!... ¡Mi camarote!...

El puente volante acababa de ser retirado al muelle por los mozos, y el paquebote hizo las evoluciones precisas para dirigirse al paso... La hélice se movió provocando un remolino blancuzco en la superficie de la antigua ensenada. El silbato lanzaba sus agudas notas a fin de anunciar la salida, en la previsión de encontrar fuera algún navío.

Por última vez el señor Desirandelle paseó una mirada desesperada por la gente que asistía a la marcha del paquebote, y después por el extremo del muelle de Perpignan por donde podía aparecer el retrasado... Con un bote aun tendría tiempo de llegar a bordo del Argelés.

-¡Mi camarote!... ¡Mi camarote!...- murmuraba la señora de Desirandelle con voz desfallecida.

 
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