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Pero ¿quién no conoce el refrán marítimo que dice:

Quien quiera mentir que hable del tiempo?

Si los dos jóvenes no prestaban mas que mediana atención a estos pronósticos o si el estado del mar no les causaba inquietud alguna, la mayor parte de los pasajeros se mostraba menos indiferente o menos filósofa. Algunos sentían perturbados el estómago y el cerebro aun antes de haber puesto el pie a bordo.

Entre estos últimos, Juan Taconnat hizo fijarse a Marcel Lornans en una familia que sin duda iba a debutar sobre la escena un poco movida del teatro mediterráneo, frase metafórica del más jovial de los dos amigos. Esta familia constaba de padre, madre e hijo. El padre era un hombre de cincuenta y cinco años, de cara de magistrado, por más que no pertenecía a la magistratura, patillas en forma de chuleta, la frente poco desarrollada, baja la estatura, unos cinco pies y dos pulgadas gracias a los zapatos de alto tacón; en una palabra, uno de esos hombres gruesos y pequeños, comúnmente designados con el nombre de "tapones de alcuza". Vestía un terno de gruesa tela con diagonal dibujo, una gorra con orejeras cubría su cabeza canosa, y en una de sus manos llevaba un paraguas metido en su luciente funda, y en la otra la manta de viaje de atigrado color, rodeada por una doble correa.

La madre tenía sobre su marido la ventaja de dominarle en algunos centímetros: era una mujer alta, delgada, de amarillo rostro, aire altivo, sin duda a cansa de su elevada estatura; los cabellos peinados en bandas, de un negro sospechoso cuando la mujer se acerca a los cuarenta; la boca delgada, las mejillas manchadas de un ligero humor herpético, y toda su importante persona envuelta en una capa de lana obscura forrada de petit gris. Un saco con cerradura de acero pendía de su brazo derecho, y un manguito de piel imitación de marta de su brazo izquierdo. El hijo era un joven insignificante, llegado a la mayor edad hacía seis meses, rostro inexpresivo, cuello largo, lo que, junto a lo demás, es frecuentemente indicio de estupidez nativa; bigote rubio que apuntaba; ojos sin vida, con anteojos de gruesos cristales de miope; cuerpo descuajaringado, sin saber qué hacer de sus brazos y piernas, por más que hubiera recibido lecciones de buenos modales; en una palabra: uno de esos seres nulos o inútiles que, para emplear una locución algebraica, llevan en sí el signo «menos»

Tal era aquella familia de vulgares burgueses. Vivían de una docena de miles de francos de renta proveniente de una doble herencia, no habiendo, por lo demás, hecho nunca nada para aumentarla, ni tampoco para disminuirla. Naturales de Perpignan, habitaban una antigua casa sobre la Popinière, que alarga la ribera de Tet. Cuando eran anunciados en alguno de los salones de la Prefectura o de la Tesorería general, se hacía de este modo: «El señor y la señora de Desirandelle, y el señor Agatocles Desirandelle»

Llegada al muelle ante el puentecillo que daba acceso al Argelés, la familia se detuvo. ¿Embarcarían inmediatamente, o esperarían paseándose el momento de la partida? Gran cuestión en verdad.

-Hemos venido demasiado pronto, señor Desirandelle- dijo la señora con disgusto.- Siempre te pasa lo mismo.

-Y tú no dejas nunca de regañar, señora Desirandelle- respondió el caballero.

La pareja se llamaba siempre «señor y señora», lo mismo en público que en privado, lo que sin duda creía el colmo de la distinción.

-Vamos a bordo- propuso el señor Desirandelle.

-¡Una hora más- exclamó la señora-, cuando tenemos que permanecer tantas en ese barco, que ya se balancea como un columpio!

En efecto, aunque la mar estuviera, en calma, el Argelés experimentaba algún balanceo, debido al oleaje, del que la antigua balsa no está completamente libre por el rompeolas de quinientos metros construido a algunas encabladuras del paso.

-Si estando en el puerto sentimos el mareo- respondió el señor Desirandelle-, mejor hubiera sido no emprender este viaje.

-¿Cree, pues, el señor Desirandelle que, si no se tratase de Agatocles, hubiera yo consentido en él?

-Entonces, puesto que está decidido...

-Eso no es una razón para embarcarnos antes de tiempo.

-Pero- observó el señor Desirandelle- sólo tenemos el suficiente para colocar nuestro equipaje, tomar posesión de nuestro camarote y elegir nuestro sitio en el comedor.

-Bien; advierte- respondió la dama secamente- que el señor Dardentor no ha llegado aún.

Y se enderezaba, a fin de extender su campo visual recorriendo con la mirada el muelle de Frontignan. Pero el personaje designado con el resplandeciente nombre de Dardentor no aparecía.

-¡Eh!- exclamó el señor Desirandelle.- Ya sabes que Dardentor no hace lo que los demás... No le veremos hasta el último momento... Siempre se expone que se parta sin él.

-¡Y si ahora ocurriese tal cosa!- exclamó la señora de Desirandelle.

-¡No sería la primera vez!

-¿Porqué ha abandonado la fonda antes que nosotros?

-Iba, querida, a visitar a Pigorin, un viejo tonelero amigo suyo, y ha prometido que se reuniría con nosotros en el barco. Así que llegue subirá a bordo, y estoy seguro que no tendrá tiempo de resfriarse en el muelle.

-Pero no ha llegado.

-No tardará- replicó el señor Desirandelle, que se dirigió hacia el puentecillo.

- ¿Qué piensas tú?- preguntó la señora de Desirandelle a su hijo.

 
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