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Agatocles no pensaba nada, por la sencilla razón de que nunca lo hacía. ¿Porqué había de interesarse en aquel movimiento marítimo y comercial, transporte de mercancías, embarque de pasajeros, en la agitación de a bordo que precede a la marcha de un paquebote? Emprender un viaje por mar, explorar un país nuevo, no provocaba en él esa alegre curiosidad, esa instintiva emoción tan natural en los jóvenes de su edad. Indiferente a todo, extraño a todo, apático, sin imaginación ni talento, se dejaba hacer. Su padre le había dicho: «Vamos a partir para Orán», y él había respondido: «¡Ah!» Su madre le había dicho: «El señor Dardentor ha prometido acompañarnos», y él había respondido: «¡Ah!» Ambos le habían dicho: «Vamos a permanecer algunas semanas en casa de la señora Elissane y su hija, a las que tú has conocido en su último viaje a Perpignan», y él había respondido: «¡Ah!» Esta interjección sirve de ordinario para indicar la alegría, el dolor, la admiración, la lástima, la impaciencia; pero en boca de Agatocles hubiera sido difícil decir lo que indicaba, sino la nulidad en la estupidez y la estupidez en la nulidad.

Pero en el momento en que su madre acababa de preguntarle lo que pensaba sobre la oportunidad de subir a bordo, o de permanecer en el muelle, viendo que el señor Desirandelle ponía el pie en el puentecillo, Agatocles había seguido a su padre, con lo que la señora de Desirandelle se decidió a embarcarse.

Los dos jóvenes se habían ya instalado, en la toldilla de la embarcación. La agitación que allí reinaba les divertía. La aparición de tal o cual compañero de viaje hacía nacer en su espíritu esta o la otra reflexión, según el tipo de los individuos. La hora de la partida se aproximaba.

El silbido del vapor desgarraba el aire. El humo, más abundante, se aglomeraba en el final de la chimenea, muy cercana al palo mayor, que había sido cubierto con su funda amarillenta

.

La mayor parte de los pasajeros del Argelés eran de nacionalidad francesa, que regresaban a Argelia. Soldados que iban a unirse a su regimiento, algunos árabes y algunos marroquíes con destino a Orán. Estos últimos, desde que ponían el pie sobre el puente, se dirigían a la parte reservada a los viajeros de segunda clase. En la popa se reunían los de la primera, para los que estaban destinados exclusivamente la toldilla, el salón y el comedor, que ocupaban el interior, recibiendo luz por una elegante claraboya. Los camarotes la recibían por medio de tragaluces de gruesos cristales lenticulares. Evidentemente, el Argelés no ofrecía ni el lujo, ni la comodidad de los navíos de la Compañía Transatlántica o de las Mensajerías marítimas. Los vapores que parten de Marsella para Argelia son de más toneladas, de marcha más rápida, de más propia distribución. Pero cuando se trata de una travesía tan corta, no hay que mostrarse exigentes. Y en realidad, al servicio de Cette a Orán, que funcionaba a precios menos elevados, no le faltaban ni viajeros ni mercancías.

Aquel día, si bien había unos sesenta pasajeros en la proa, no parecía que los de popa debieran pasar de la cifra de treinta o cuarenta. Efectivamente; uno de los marineros acababa de señalar las dos y media a bordo. Dentro de media hora el Argelés largaría sus amarras, y los retrasados no son nunca muy numerosos en la partida de los paquebotes.

Desde que desembarcó la familia Desirandelle, se había dirigido hacia la puerta que daba acceso al comedor.

-¡Cómo se mueve ya este barco!- no pudo menos de decir la madre de Agatocles.

El padre no había respondido. No se preocupaba más que de elegir un camarote de tres camas y tres puestos en el comedor cerca de la repostería, sitio por el que llegaban los platos, con lo que se puede elegir los mejores trozos y no estar reducido a servirse lo que los demás dejan.

El camarote que obtuvo su preferencia llevaba el número 9. Colocado a estribor, era uno de los más cercanos al centro, donde las cabezadas de los barcos son menos sensibles. En cuanto al balanceo, no hay que pensar en evitarle. En la proa y en la popa resulta desagradable para los pasajeros que no gustan del encanto de estas mecedoras oscilaciones.

 

Escogido el camarote, colocado en él el equipaje de mano, el padre, dejando a la señora de Desirandelle colocar sus fardos, volvió al comedor con Agatocles. La repostería estaba a babor, y a este sitio se dirigió a fin de señalar los tres puestos que deseaba al extremo de la mesa.

Un viajero estaba sentado en un extremo, en tanto que el jefe del comedor y los mozos se ocupaban en disponer los cubiertos para la comida de las cinco.

El mencionado viajero había ya tomado posesión de aquel sitio y colocado su tarjeta entre los pliegues de la servilleta puesta sobre el plato, que llevaba el escudo del Argelés. Y sin duda, en el temor de que algún intruso quisiera escamotearle tan buen sitio, permanecería sentado ante su cubierto hasta la partida del paquebote.

El señor Desirandelle le dirigió una mirada oblicua, a la que el otro contestó con una igual; al pasar, leyó estos dos nombres en la tarjeta: Eustache Oriental; señaló tres sitios frente a aquel personaje, y seguido de su hijo abandonó, el comedor para subir a la toldilla.

Faltaban unos doce minutos para partir, y los pasajeros retrasados sobre el muelle de Frontignan oirían los últimos silbidos. El capitán Bugarach paseaba por el puente. Desde el mástil de proa, el segundo del Argelés vigilaba los preparativos para desamarrar.

El señor Desirandelle sentía que aumentaba su inquietud. Se le oía repetir con impaciencia:

-¿Pero qué hace que no viene? ¡Sin embargo, sabe que la partida es a las tres en punto!... Va a faltar... ¡Agatocles!

-¿Qué?- respondió éste, al parecer sin saber la causa por la que su padre se entregaba a aquella agitación extraordinaria.

-¿No ves al señor Dardentor?

-¡Cómo!... ¿No ha llegado?

- No... no ha llegado! ¿Qué piensas de esto?

Agatocles no pensaba nada.

 
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