Para el bárbaro primitivo -antes de que esa noción simple haya sido oscurecida por sus propias ramificaciones y por el desarrollo secundario de ideas con ella emparentadas- «honorable» parece no comportar otra cosa sino una afirmación de superioridad de fuerzas.
«Honorable» es «formidable»; «digno» es «prepotente». Un acto honorífico no es, en último término, otra cosa sino un acto de agresión de éxito reconocido; allí donde la agresión implica lucha con hombres o con bestias, la actividad que implica la demostración de una mano fuerte se convierte en honorable de modo especial y primordial. El hábito ingenuo y arcaico de interpretar todas las manifestaciones de fuerza en términos de personalidad o «fuerza de voluntad» robustece en gran medida esta exaltación convencional de la mano fuerte. Los epítetos honoríficos, tan comunes entre las tribus bárbaras como entre los pueblos de cultura elevada, llevan comúnmente el cuño de este sentido ingenuo del honor. Los epítetos y títulos usados para dirigirse a los caudillos y para propiciarse la voluntad de los dioses y reyes imputan con frecuencia a los destinatarios una propensión a la violencia avasalladora y una fuerza devastadora irresistible. En algún sentido esto es también cierto de las comunidades más civilizadas de hoy día. La predilección mostrada en las divisas heráldicas por las bestias más rapaces y las aves de presa refuerza la misma opinión.
Con esta apreciación que hace el sentido común bárbaro de la dignidad o el honor, disponer de las vidas -matar competidores formidables, sean brutos o seres humanos -es honorable en el mayor grado. Y este alto oficio del autor de la matanza, expresión de la prepotencia del matador, arroja sobre todo acto de matanza y sobre todos los instrumentos y accesorios del mismo una aureola mágica de dignidad. Las armas son honorables y su uso, aunque sea para perseguir a las criaturas más miserables de los campos, se convierte en un empleo honorífico. Paralelamente la ocupación industrial pasa a ser odiosa y, en la apreciación común, el manejo de herramientas y útiles industriales resulta inferior a la dignidad de los hombres cabales. El trabajo se hace tedioso.
Se supone aquí que, en la secuencia de la evolución cultural, los grupos humanos primitivos han pasado de una etapa inicial pacífica a otro estadio subsiguiente en el que la lucha es la ocupación reconocida y característica del grupo. Pero ello no implica que haya habido una transición brusca de la paz y buena voluntad inquebrantadas a una fase de vida, posterior o superior, en la cual aparece por primera vez el combate. Tampoco implica que con la transición a la fase cultural depredadora desaparezca toda industria pacífica. Es seguro que en todo estadio temprano del desarrollo social hubo de producirse alguna lucha. Tuvieron que presentarse, con mayor o menor frecuencia, luchas motivadas por la competencia sexual. Los hábitos conocidos de los grupos primitivos, lo mismo que los de los antropoides y el testimonio de los impulsos de la naturaleza humana sirven como refuerzo a esta opinión.