Apuntaba apenas la aurora del día siguiente, cuando Serioga terció el hacha y se encaminó hacia el bosque. Un velo tenue de rocío no iluminado aún por el sol se extendía sobre la tierra. Insensiblemente, casi, fue acercándose al Oriente, y su luz lejana invadía más y más el firmamento cubierto de nubecillas transparentes. Ni una hoja de árbol, ni siquiera el césped, se movía. Rara vez se oían alas en la espesura de la fronda. Una y otra rompía el silencio.
Repentinamente, un ruido extraño a la naturaleza se propagó y fue a morir a los lindes de la soledad. Volvió a sonar, uniforme, sobre el tronco de uno de los árboles inmóviles. Una copa vibró de un modo extraordinario; su follaje, grávido de savia, murmuró no sé qué secreto, y la curruca que allí se guarecía cambió dos veces de lugar, lanzó un silbido, y tras de sacudir la cola fue a refugiarse en otro árbol.
Abajo seguía resonando el hacha sordamente. Las astillas jugosas caían sobre la yerba bañada de húmedo rocío. A los golpes implacables sucedió de pronto un estruendo. El árbol tembló; cabeceó su corpulencia; se erguió altivamente, y, tambaleante, lleno de pavor, cayó rígido al suelo.
Desaparecieron el ruido del hacha y de los pasos. La curruca silbó otra vez y voló más alto. La rama que había rozado con sus alas tembló un instante y se inmovilizó.
Los árboles con sus frondas tranquilas elevábanse más majestuosamente en el anchuroso espacio. Los primeros rayos del sol traspasaron las nubes y resplandecieron sobre el cielo, recorriendo veloces la tierra. La niebla se resolvió en ondas, y corrió por arroyos y quebradas. El rocío brillaba juguetón sobre lo verde. Las nubes bogaban blancas y presurosas por la bóveda celeste. Las aves se agitaban con alboroto en el bosque: gorjeaban una canción de ventura. Las hojas murmuraban, serenamente regocijadas, y los ramajes de los árboles vivientes que quedaban en torno, se movían lenta y majestuosamente por encima del árbol muerto.