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-Muchas gracias, tío Fedor. Entonces me las llevo; claro que compraré la piedra, descuide.

-¿Han oído, muchachos? -insistió penosamente el enfermo, y comenzó a toser con más fuerza.

-Sí, sí, hemos oído -contestó uno de los cocheros.

-Por Dios, Serioga: mira, allí viene otra vez el posadero a buscarte. Dicen que la dama de Shirkinsk se ha puesto muy grave. Serioga se descalzó precipitadamente sus botas viejas, demasiado grandes, y las arrojó debajo del banco. Las botas del tío Fedor le quedaban a las mil maravillas, y las miraba y remiraba complacido, mientras a toda prisa se dirigía hacia el coche.-

¡Hombre, que botas te has comprado! -exclamo en el camino otro cochero- ¡Dámelas, te las engrasaré! -agregó con la untura en la mano.

Serioga, sin hacer, caso, saltó al Pescante Y empuñó las riendas.

-Oye, ¿es cierto que te las regaló?

-¡Envidioso! -exclamó Serioga, mientras se envolvía las piernas con los largos faldones de su abrigo volvía las piernas con los troncos:

-¡Hola, preciosos! - dijo, y levantó el látigo en el aire.

Arrancaron los dos choches, y viajeros, baúles y aurigas se perdieron entre la bruma otoñal.

El cochero tísico se quedó allí, en la choza malsana, sobre la estufa. Trabajosamente se volteó del otro lado y guardó silencio. Las gentes iban y venían, comiendo y charlando, hasta que anochecido, se encaramó la cocinera por encima de la estufa en busca de su propio abrigo, que había guardado en un rincón.

-Perdóname, Nastasia; no te dice eso? -masculló condolida-. ¿Qué te duele, tío?

-Las entrañas, Nastasia; las entrañas, que se me van acabando, ¡Dios sabe por qué!

-La garganta y el pecho, ¿no te duelen mucho?

-Me duele todo, Nastasia, es la muerte que se acerca. Eso es lo único que yo sé -gimió el enfermo.

-Ahora cúbrete bien los pies -dijo Nastasia compasiva, y con sus propias manos lo abrigó cuidadosamente.

Una lamparilla mortecina alumbraba la choza durante toda la noche. Nastasia y una decena de cocheros roncaban tendidos en el suelo o sobre los bancos. Só1o el tío Fedor gemía y tosía toda la noche. Hacia el amanecer se calló completamente.

-¡Es extraño lo que vi en sueños! -dijo la cocinera desperezándose a la débil claridad de la mañana-. Vi que el tío Fedor bajaba de su rincón y se ponía a cortar leña.

Soñé que me decía: "Permíteme, Nastasia que te ayude" y yo le respondía. "Y, ¿cómo has de poder cortar leña, tío Fedor?" A pesar de todas mis súplicas le vi que cogía el hacha y que comenzó a trabajar con una rapidez asombrosa. En torno de él volaban las astillas, y de ver aquello me preguntaba azorada: "¡Pues no decían que estaba muy enfermo!" A lo cual él me respondía: "¡Nada de eso, me siento muy bien!" Y de nuevo levantaba el hacha y seguía partiendo leña con una rara habilidad. En eso estaba cuando lancé un grito y desperté.

-¡Tío Fedor, tío Fe... dor...!

Fedor no respondía.

-¡Se habrá muerto! ¡Vamos a ver! -dijo uno de los cocheros, La mano fría y exangüe colgaba cubierta de vello. El rostro estaba pálido, yerto.

-Hay que dar parte al inspector, ¡creo que está muerto! -anunció el cochero desde arriba.

El pobre cochero muerto no tenía parientes, y había venido de comarcas muy lejanas. Al día siguiente lo enterraron en el camposanto nuevo, detrás del bosque. Y por muchos días Nastasia no cesó de relatar a cuantas gentes pasaban por la fonda, su extraño sueño, y cómo fue ella la primera que pensó en el tío Fedor en los instantes de la muerte.

Había llegado la primavera. A lo largo de las húmedas calles del pueblo, por entre las capas de escarcha que cubrían los basureros, murmuraban los riachuelos. Lo abigarrado de los trajes y el barullo de las conversaciones daban el paisaje cierta vivacidad. En los huertos, detrás de los tabiques de las chozas, se hinchaban los brotes de los árboles, y las ramas se mecían con suavidad al arrullo de una fresca brisa. Por todas partes caían límpidas las gotas. Los gorriones piaban chillones, revoloteando en alegre confusión. El jardín, las casas y los árboles resplandecían bajo el sol. El cielo, la tierra y el corazón de los mortales parecían bañados de juvenil regocijo.

En una de las calles principales, frente a una vasta residencia señorial, se levantaba una enorme hacina de heno verde. En esa casa se hallaba la misma moribunda que dejamos en la venta, camino del extranjero.

Cerca de la puerta de la alcoba estaban en pie su marido y una mujer entrada en años. Sobre el diván aparecía sentado un sacerdote, con los ojos cerrados y algo en la mano, que cubría la estola. En la esquina, en un sillón, se hallaba recortada una anciana, la madre de la enferma, que lloraba amargamente. junto a ella, una criada desdoblaba entre las manos un pañuelo limpio, en espera de que la anciana lo pidiese, en tanto que otra le frotaba las sienes con algún linimento, y le abanicaba el rostro.

-Que nuestro Señor Jesucristo sea con usted -decía el marido a la dama que lo acompañaba, a punto de abrir la puerta-. En nadie tiene tanta confianza como en usted; le habla usted siempre con tal dulzura. Vaya usted a persuadirla, querida prima.

Quiso él abrir la puerta; pero ella lo detuvo, se pasó varias veces el pañuelo por los ojos, y dijo -¡Supongo que ahora no se me conocerá que he llorado!

Abrió la puerta ella misma y penetró en la estancia de la moribunda.

El marido esperaba presa de una emoción indecible: perdidamente agobiado. Intentó acercarse adonde estaba la anciana; pero le faltó valor, desvió su camino y fue a pararse frente al cura. Éste levantó el rostro y suspiró. Su abundosa barba siguió el movimiento de los ojos y volvió a caer.

-¡Dios mío, Dios mío! -murmuró el marido-. ¿Qué haremos?

-¡Es irremediable! -repuso el cura, y al exhalar un suspiro su ceño y su barba blanca se elevaron y descendieron alternativamente.

-Y pensar que mamá se halla en ese estado de desolación. Es para ella un golpe de muerte. Seguramente no resistirá. ¡La quería tanto!- Y hablando con el cura-. ¡Padre, consuélela usted!

El sacerdote se levantó de su sitio y se acercó a la anciana diciendo:

-Es evidente que nadie puede comprender la pena de una madre, lo confieso; mas con todo, hay que tener fe en la misericordia de Dios.

Al oír estas palabras, el rostro de la anciana se contrajo en un ataque nervioso que la dejó postrada por algunos instantes.

-¡Dios es misericordioso! -siguió el cura predicando en cuanto la anciana comenzaba a recobrar los sentidos-. Habrá de saber usted que en mi parroquia hubo una vez una enferma, seguramente mucho más grave que María Dmitrievna. Pues bien, un simple burgués la curó en pocos días con un cocimiento de yerbas. Ese curandero habita actualmente en Moscú. Yo le decía a Vassily Dmitriovich que podía llamarlo, aunque no fuera más que para proporcionar a la enferma un consuelo. Para Dios todo es posible.

 
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de Conde León Tolstoi

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