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-No, mi hija no podrá vivir más: ¡Dios ha dispuesto, sin duda, llamarla en mi lugar! -dijo la anciana, y de nuevo perdió los sentidos.

El marido se cubrió el rostro con las manos y huyó de la habitación. En el corredor, a los primeros pasos, topóse con el primogénito, de seis años, que a todo correr perseguía a su hermanita menor.

-¡Cómo! -repuso la criada-, ¿no quiere usted mandar a los niños a que vean a la señora?

-No, no quiere verlos, ello podría emocionarla-. El chico de detuvo unos instantes mirando fijamente el rostro de su padre, como si por instinto presintiese algún desenlace grave que él no acertaba a explicarse. Luego, saltó en un pie y echó a correr nuevamente en persecución de su hermanita.

-Mírala, papá -gritó el chicuelo-, parece caballo moro.

En la otra estancia, la prima se hallaba sentada a la cabecera de la moribunda, y la consolaba en hábil plática; trata de iniciarla, de familiarizarla con la idea de la muerte. El médico, cerca de la otra ventana, preparaba los medicamentos. Y la enferma, sentada entre cojines, y envuelta en una bata blanca, contemplaba con serenidad a su prima.

-No seas inocente, hermana mía -le dijo -; no hagas esfuerzos inútiles, sabes que soy cristiana y que no ignoro nada; sé que no me quedan muchos días de vida, y sé también que si mi marido me hubiera hecho caso, a estas fechas estaría yo en Italia, y seguramente sana. Pero qué remedio, acaso Dios lo habrá querido así. Todos los mortales pecamos, no se me escapa; pero tengo fe en que Dios, misericordioso, sabrá perdonar a todos. Y cuando intento comprender lo que pasa en mi propio ser, descubro que, al igual que mis semejantes, soy pecadora, amiga mía. Mas a pesar de ello, no puedo olvidar lo mucho que he sufrido; ni con cuánta paciencia he sabido soportar mis dolores.

-¡Entonces llamaremos al cura, amiga mía! Te sentirás mejor cuando hayas comulgado -afirmó la prima.

La enferma inclinó la cabeza en señal de asentimiento y murmuró:

-¡Señor, perdona a esta pobre pecadora!

La prima salió a la puerta y llamó al cura.

Es un ángel -dijo al marido-. Éste se puso a llorar. Pasó el sacerdote a la alcoba. La anciana seguía sin sentido sobre el diván; reinó por algunos instantes el silencio, al cabo de los cuales volvió a salir el sacerdote. Mientras se desvestía la estola y se arreglaba los cabellos murmuraba en voz baja:

-Gracias a Dios, la enferma se muestra más tranquila. Desea veros.

Entraron en la alcoba la prima y el marido, y encontraron a la enferma bañada en llanto frente a la imagen de la Virgen.

-¡Te felicito, esposa mía, te felicito! -interrumpió el marido.

-Gracias, me siento mucho mejor, experimento una indecible dulzura -dijo sonriendo y serena.

-¡Dios es misericordioso, omnipotente!

Bruscamente, como si se hubiera acordado de algo urgentísimo, hizo una seña a su marido y murmuró:

-¡Tú no quieres nunca hacer lo que te pido!

-¿Qué cosa, ángel mío?

-Cuántas veces te he dicho que esos doctores no saben nada; existen simples curanderos que suelen hacer milagros, curar a las gentes. El señor cura conoce un burgués. ¿Por qué no mandas buscarle?

-Pero, ¿cómo se llama, amiga mía?

-¡Dios mío, nunca quiere comprender! -dijo la enferma y al decirlo se extendió en el lecho y cerró los ojos. El médico, al notario, se acercó y le tomó el pulso, cada vez más débil, guiñó un ojo al marido. La enferma notó el gesto y volvió la cara con espanto. La prima se puso también a llorar.

-¡No llores! -dijo la paciente-, ¡no ves que sufres y a la vez aumentas mi congoja! ¿O quieres, por ventura, robarme lo que me queda de calma?

-¡Eres un ángel, eres un ángel! -repetía la prima.

Aquella misma tarde la enferma era sólo un cadáver, tendida en su lecho mortuorio, en medio de la vasta sala de la residencia señorial. Adentro, con las puertas cerradas, un diácono leía con voz nasal, monótona, los salmos de David. La luz viva de los cirios en los altos candeleros de plata caía sobre la fuente pálida de la muerta, sobre las manos pesadas que parecían de cera, y sobre los pliegues tiesos de la sobrecama; particularmente en las partes salientes donde se ocultaban los pies y las rodillas. El diácono seguía leyendo rítmicamente, sin comprender palabra de la lectura. Su voz resonaba con extraña sonoridad en la espaciosa sala callada. De vez en cuando se oían procedentes de alguna pieza contigua voces de niños y ruido de pasos. El diácono seguía salmodiando:

-"Oculta tu faz en el polvo, retén tu aliento, porque ellos serán turbados, ellos desfallecerán y volverán al polvo."

"Pero si Tú rechazas su espíritu, serán creados de nuevo y renovarás la faz de la tierra."

"Que la gloria del Eterno sea por siempre celebrada."

El rostro de la muerta estaba grave y majestuoso. Ni la frente pura, ni en los labios herméticos, se notaba el más leve movimiento: era un cuerpo en perpetua expectación.

¿Comprendería ahora al menos la grandeza de estas palabras?

Un mes después, se elevaba sobre la tumba de la difunta una capilla con altar de madera preciosa, ricamente tallado. En la del cochero, un montón de tierra, cubierto ya de césped y malezas, era la única señal de una existencia que pasó.

-Cometes un pecado capital, Serioga, si no compras una lápida para ponerla en la tumba del tío Fedor -dijo un día la cocinera al mancebo-. Muchas veces has Prometido hacerlo antes de que pasara el invierno. ¿por qué no cumples tu palabra? Recuerda que lo prometiste al difunto en presencia mía y de otras personas que viven aún. ¿No has encarmentado con que se te haya aparecido su ánima una vez? Mira, si no compras pronto esa piedra, Serioga, se te va a aparecer otra vez y es capaz aun de estrangularte.

-Y, ¿por qué habrá de estrangularme? ¿He renunciado acaso a cumplir con lo prometido? No, Nastasia, la piedra habré de comprarla. Con rubio y medio salgo del apuro. Lo que pasa es que no hay quien pueda traerla. ¡Deje usted que se me presente una oportunidad, y acá vendrá a dar la piedra, Natasia!

-Bien podrías cuando menos haberle puesto una cruz. Por Dios que haces mal. Sobre todo que las botas te han servido, ¿no es verdad? -dijo otro de los cocheros presentes.

-Y, ¿de dónde he de haber yo una cruz? ¡No voy a hacerla de un leño!

-¡Vamos, hombre, qué estás diciendo! ¿No puedes conseguir un hacha y marcharte cualquier mañana de éstas, de madrugada, al bosque? ¡Aunque no fuera más que de fresno! De otro modo, los vigilantes son unos canallas, no sacian nunca su sed de vodka. Te lo digo por experiencia. El otro día quebré un balancín. Bueno, pues corté un árbol y a los pocos días había tallado uno nuevo, admirable. Te juro que nadie me dijo nada.

 
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de Conde León Tolstoi

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