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-¡Axiucha, Axiucha, óyeme! -gritó con voz chillona la hija del encargado de la posta, quien al mismo tiempo hacía de alguacil. Y echándose el pañolón a la cabeza, insistió ruidosa:

-Axiucha, vamos a ver a la señora de Shirkinsk. Dicen que la llevan al extranjero y que está muy enferma del pecho. ¡Yo nunca he visto cómo se ponen los tísicos!

Axiucha salió a la puerta y, asidas ambas de las manos, corrieron hacia el zaguán. Aflojaron el paso al pasar cerca del coche, y atisbaron por la ventanilla, que estaba abierta. La enferma levantó la cara para mirarlas, y habiendo notado la curiosidad de las dos muchachas, hizo una mueca y se volvió al otro lado.

-¡Madre mía! -exclamó la hija del posadero, tras de volver precipitadamente la cara-. ¡Qué hermosa debe de haber sido, y en qué lamentable estado se halla ahora! ¡Infunde pavor! ¿Has visto, Axiucha?

-¡De veras, qué flaca está la pobre! -afirmó Axiucha-. ¿Vamos a verla otra vez? Fingiremos que vamos a la noria... ¡Qué lástima, Macha!

-¡Dios mío; pero cuánto lodo hay aquí! -exclamó Macha. Y las dos regresaron a toda prisa hacia el zaguán.

-Se ve que he de estar hecha un horror -reflexionó la enferma-. ¡Dios mío, haz que lleguemos al extranjero, que allí podrá quizá curarme rápidamente!

-Y, ¿qué hay, como te sientes, amiga mía? -preguntó de pronto el marido, y acercóse al estribo masticando todavía.

"Siempre la misma pregunta; pero eso sí, ¡no deja de comer!", pensó la enferma, y murmuró entre dientes:

-¡Bien!

-Sabes, esposa mía, que temo mucho que empeore tu salud si continuamos el viaje con este tiempo tan malo. Y Eduardo Ivanovich opinó lo mismo. ¿No crees que sena mejor regresar?

Ella guardó silencio, descontenta.

-Durante el invierno, el tiempo y los caminos estarán quizá mejor. Tú te habrás restablecido, y podremos entonces venir con los niños.

Ella, exasperada:

-Perdóname; pero si yo no te hubiera escuchado podía estar a estas fechas en Berlín y completamente restablecida.

-Y, ¿cómo remediarlo, ángel mío? Tú sabes que era imposible marcharnos entonces. En cambio ahora, si nos quedamos un mes más, tu podrás restablecerte; yo habré arreglado todos mis negocios y podremos traer a los niños con nosotros.

-¡Los niños están sanos, y yo no...!

-Es verdad, amiga mía, pero debes comprender que con el mal tiempo que hace ahora, como empeore tu salud en el camino... Si estuvieran al menos en casa...

-Cómo..., ¿en casa?.... ¿morir en casa? -repuso la enferma muy asustada. La palabra "morir" le causaba un visible espanto, pues se quedó extática frente al marido, en actitud de súplica. Él bajo los ojos y calló. La boca de la enferma se contrajo ingenuamente, y de sus dos grandes ojos comenzaron a rodar las lágrimas. El marido se cubrió el rostro con el pañuelo, y se alejó del coche sin decir palabra.

-¡No, yo iré de todos modos! -repetía la pobre tísica, levantando los ojos al cielo; cruzó las manos y balbuceó con voz entrecortada-: Padre Eterno, ¿qué crimen he cometido para que me castigues de este modo?-. Y de sus ojos corría el llanto cada vez más abundante. Rezó largo tiempo ardorosamente. Pero el dolor arreciaba, oprimíale paulatina, pero fatalmente, el pecho.

El cielo, el camino, la campiña, todo era gris, sombrío aquel día. Y aun la niebla, ni más espesa ni más transparente, caía sobre los tejados, sobre los carruajes y sobre los basteados abrigos de pieles de los aurigas, quienes entre francas charlas de vocablos malsonantes enjaezaban las bestias.

El coche estaba listo. Pero el postillón no aparecía. Había entrado en la choza de los cocheros, donde hacía un calor sofocante. Estaba oscura y olía a pan recién cocido, a coles y a piel de carnero. Varios cocheros charlaban en la estancia, mientras la cocinera iba y venía muy atareada alrededor de la estufa. Sobre la campana de la estufa, en un descanso a manera de lecho, estaba un enfermo, echado entre pieles de carnero.

-¡Tío Fedor, óigame, tío Fedor! -gritó desde abajo un mozalbete, cochero también, que lucía abrigo de pieles y un látigo encajado entre los pliegues del cinturón, y que acababa de entrar en la fonda.

-¡Ea, buen chico, deja en paz a Fedor! -dijo uno de los otros cocheros-. ¿No ves que te están esperando en el carruaje?

-¡Quería pedirle sus botas! -respondió el mozo, y al decir esto sacudió las melenas y se metió los guantes bajo el cinturón-. ¿Dónde duermes, tío Fedor? -insistió cada vez más cerca de la estufa.

-¿Qué cosa dices? -inquirió una voz débil a tiempo que se asomaba desde lo alto de la campana el rostro demacrado y calenturiento de un hombre que, con mano enflaquecida y llena de vello, tiró del abrigo de jerga sobre un hombro anguloso, cubierto tan sólo con una camisa sucia. Dame qué beber, hermano. ¿Qué deseabas?

El mozo le tendió un jarro de agua.

-Quería decirte una cosa, Fedia, comenzó con reticencia-. Yo me figuro que tú no vas a necesitar ya tus botas nuevas. ¿Por qué no me las regalas?, ¡al fin que tú ya no has de caminar, tío Fedor!...

El enfermo bebía con la cara pegada al luciente jarro, bebía con avidez exasperante, mojándose los mostachos hirsutos. Con marcada dificultad levantó la barba sucia y los ojos hundidos para mirar a su interlocutor. Al desprenderse del jarro quiso levantar el brazo para enjugarse los labios; pero no pudo: se limpió con la manga del abrigo de jerga. Respiraba pesadamente por la nariz y contemplaba con fijeza al joven cochero, haciendo esfuerzos para hablar.

-¿Se las has ofrecido a alguien acaso de balde? Te las pido porque está lloviendo afuera y tengo que ira trabajar. Dime la verdad, tío Fedor, ¿las necesitas?

En el pecho del enfermo se oyó un ruido sordo, y al voltearse le acometió fuerte tos casi se ahogaba.

-¡Cómo las ha de necesitar! ¿No ves que hace dos meses que no baja de su rincón? -gritó de repente la cocinera, y su cólera resonó estruendosa por todo el aposento-. De tal modo sufre que siento que se me desgarran mis propias entrañas solamente de oír sus quejas. Para qué diablos habrá de necesitar ya sus botas. Con botas no le habrán de enterrar... Por más que, con perdón de Dios, ya seria tiempo... Miren ustedes cómo se desgarra los pulmones al toser. Habría sido prudente transportarle a alguna otra parte. Parece que en la ciudad vecina hay hospitales: allí estaría mejor, porque aquí nos ocupa espacio y no deja de acusar molestias. ¡Y se atreven todavía a pedirme limpieza!

-¡Ea, Serioga, date prisa, que los señores te están esperando! -gritó desde la puerta el posadero. Serioga quiso marcharse sin obtener respuesta del enfermo; pero éste, víctima del ataque de tos, le hizo comprender con ojos y manos que deseaba hablarle. Tras breves instantes de reposo:

-Puedes llevarte las botas, Serioga -dijo ahogándose-. Pero con la condición de que habrás de comprar una piedra y mandarla colocar sobre mi tumba cuando me muera -agregó con voz cada vez más hueca y apagada.

 
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de Conde León Tolstoi

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