En algún periódico o revista antiguos recogí una historia, contada como verídica, en la que un hombre -llamémosle Wakefield- se alejaba durante mucho tiempo de su esposa. El hecho, expuesto así, en abstracto, no es algo muy fuera de lo común y si no se distinguen con precisión las circunstancias, tampoco puede condenárselo como perverso o absurdo. No obstante, este caso de delincuencia marital aunque dista mucho de los más graves, es quizás el más extraño de todos los conocidos; además, constituye uno de los caprichos más extraordinarios que pueda encontrarse en la lista completa de las extravagancias humanas. El matrimonio vivía en Londres. El hombre, con la excusa de hacer un viaje, se alojó en la calle inmediata a la de su hogar y allí vivió durante veinte años, sin que lo advirtiera su esposa ni sus amigos y sin que existiera la menor razón para semejante autoconfinamiento. Durante ese período observó todos los días su casa, y a menudo a la desesperada señora Wakefield. Después de tan grande interrupción en su felicidad matrimonial, cuando su muerte se daba por segura, cuando ya se había adjudicado su herencia, se había borrado su nombre de la memoria de las gentes y ya su esposa se había resignado desde hacía mucho a su viudez otoñal, entró por la puerta una tarde, tranquilamente, como si volviera después de un día de ausencia, y se convirtió en un esposo amante hasta el día de su muerte.
Esto es todo lo que recuerdo. Pero el incidente, aunque de la más pura originalidad, sin par y que probablemente nunca se repetirá, creo que apela a la generosa simpatía de la humanidad. Cada uno sabe en particular que no cometería semejante insensatez, y pese a ello siente que otros podrían hacerlo. Por lo menos en mi caso, los hechos se me presentaron repetidas veces despertando siempre mi asombro, pero con el sentimiento de que la historia debía ser verdadera, y también con una imagen del carácter de su protagonista. Cuando un hecho afecta al espíritu con tanta fuerza vale la pena detenerse a pensar en él. Si el lector desea hacerlo por su cuenta, dejémosle con sus propias meditaciones; si en cambio prefiere recorrer conmigo los veinte años que duró el capricho de Wakefield, le doy la bienvenida. Confiemos en que la historia estará impregnada de un sentido y tendrá una moraleja -aun cuando no logremos hallarla- claramente delineada y sintetizada en la oración final. El pensamiento tiene siempre su eficacia, y todo incidente asombroso su moraleja.