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Un atardecer, veinte años después de su desaparición, Wakefield hace su camino habitual hasta la casa que todavía llama suya: . Es una borrascosa noche otoñal, con frecuentes chaparrones que golpetean sobre el pavimento y desaparecen antes de que alguien tenga tiempo de abrir su paraguas. Detenido cerca de la casa, Wakefield entrevé, a través de las ventanas de la sala del segundo piso, el rojo resplandor, el centelleo y los caprichosos reflejos de un fuego confortable. En el cielorraso se refleja la sombra grotesca de la buena señora Wakefield. El sombrero, la nariz y la mandíbula, y la amplia cintura, forman una caricatura admirable que danza mientras sorben y bajan las llamaradas del hogar, de un modo casi excesivamente alegre por tratarse de una viuda entrada en años. En ese momento cae por azar un chaparrón y, empujadas por la desconsiderada ráfaga, las gotas dan de lleno en el rostro y el pecho de Wakefield. Este se siente estremecido por el repentino frío otoñal. ¿Permanecerá allí, empapado, tiritando, cuando en su propio hogar hay un buen fuego para calentarlo, y cuando su propia esposa correrá a buscar e! saco gris y la ropa interior que sin duda ha guardado cuidadosamente en el armario de su dormitorio? ¡No! Wakefield no es tan tonto. Asciende los escalones. Y lo hace pesadamente, pues veinte años han endurecido sus piernas desde la última vez que bajó esa escalera, pero él no lo sabe. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a entrar en el único hogar que te queda? ¡Entonces métete en tu tumba! La puerta se abre. Mientras entra podemos ver su rostro por un momento, y reconocer en la sonrisa taimada que fue el precursor de la pequeña broma que desde entonces jugó a expensas de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se ha burlado de su mujer! Y bien, ¡una buena noche de reposo para Wakefield!

Este feliz hecho -suponiendo que haya sido así- sólo pudo haber ocurrido en un instante, sin premeditación. No seguiremos a nuestro amigo más allá del umbral. Nos ha dejado mucho alimento para la reflexión, parte del cual prestará su sabiduría a una moraleja y será condensado en una figura. En medio de la confusión aparente de nuestro misterioso mundo, los individuos están tan perfectamente ajustados a un sistema, y los sistemas entre sí y con un todo, que un hombre, con sólo apartarse de su sistema, se expone al temible riesgo de perder para siempre su lugar en ese mundo. Al igual que Wakefield puede convertirse, por así decirlo, en el Desterrado del Universo.

 
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